La caminata hacia el corral de los chajás me produjo una sensación extraña. Obviamente no conocía ese territorio, ni las costumbres de su gente, pero me sentía especialmente fuera del lugar, como metiéndome en algo que no me correspondía. Ahora la segunda laguna parecía ser más grande y el basural más pequeño, la casa del anciano parecía estar mucho más lejos, a unos 2 kilómetros. Mi hermano Ñ contaba lo que había alcanzado a leer del chajá en su guía de campo Aves de Argentina de Eliodoro Bioy.
“Tiene un collar negro y las patas desnudas, mejor adaptadas al agua que a la tierra. Tiene el pico curvo pero come exclusivamente vegetales. Los nidos los hace en los bordes de los humedales, en medio de los juncales, como dicen acá, nosotros les decimos totora. También tiene unos espolones, como el queltehue (tero), y si uno lo mira un poco se parece al queltehue, pero el chajá es mucho más grande, y le da cara a las aves de rapiña”.
Observamos en el camino otras aves, pero no supimos reconocerlas, sólo compararlas a las chilenas, para más tarde revisar la guía y obtener los nombres. Más que basura, en el basural había chatarra y escombros. Justo pasando el basural, nos encontramos con una construcción de madera y ladrillo, una bonita construcción que flameaba una bandera argentina y que tenía inscrito sobre la puerta:
Provincia de San Juan
EGB Nº147
Tito Narosky
“Tito Narosky es como nombre de transformista” -dijo mi hermano O. Justo después de decirlo apareció el anciano. Yo temí que el viejo se ofendiera con el tema del transformismo, pero no hizo ningún comentario. Se acercó una mano a la oreja, mirándome a los ojos, y escuchamos inmediatamente lo que habíamos estado oyendo hace rato: el grito de pavo de una veintena de chajás.
Entonces dimos la vuelta hacia el otro lado de la escuela y nos encontramos con un corral hecho con palos, con unos 20 ó 30 chajás. La escuela estaba a un costado de la laguna y el corral parecía funcionar como barrera entre los pájaros y la escuela, ya que las aves se posaban en el humedal de forma voluntaria y, aunque se dejaban tocar, despedían un olor no nauseabundo, pero nada agradable al olfato humano.
Imposible no destacar que, además de nosotros tres y el anciano, había en la zona del corral unos seis niños y niñas. Aunque los alrededores eran bastante desérticos, el borde la laguna tenía un par de grados menos y crecían tres o cuatro árboles junto a la escuela. El viejo explicó con palabras de argentino que esa escuela era lo que en chile conocemos como una escuela unidocente. También dijo que a muchos de esos niños los iba a dejar él a sus casas, en bicicleta, que a otros los venían a buscar sus padres. Cada uno vive a varios kilómetros de desierto, en distintas direcciones, y mencionaba los sectores del desierto con sus nombres: Guanacache, Lagunilla, Las salinas, y apuntaba hacia el desierto, en cualquier dirección.
En eso se acerca una niñita y nos pregunta si sabemos por qué el chajá puede volar tan alto. Con todo gusto le pedí que nos contara, pero antes nos pidió tomar asiento, en tres troncos que había justo detrás de nosotros. Entonces nos sentamos frente a la niña y ella nos contó la historia.
“estas eran dos indias guaraníes que estaban lavando ropa en el río. no eran buenas cristianas y se la pasaban haciendo mofa de los demás. pasó un hombrecito y les pidió agua para beber, y las indias le pasaron el agua con jabón, para hacerle una broma, pero el hombrecito apenas la probó la escupió y las indiecitas se rieron y salieron corriendo, pero él era Angatupyry, dios del bien, y mientras corrían las indiecitas empezaron a llenarse de plumas, les crecieron las patas, se les estiró el cuello y se sintieron livianas, tan livianas como para emprender el vuelo: estaban llenas de espuma, por la espuma que le dieron de beber al dios, que las castigó, pero también les abrió una oportunidad, les dejó ver el mundo desde más arriba, entendieron la lección y ahora son muy amables”.
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