viernes, 8 de diciembre de 2017

puro ritmo

Hace tiempo venía preguntándome por qué hay un “consulado de Escocia” en Punta Arenas, así que las 9:45am del 20 de febrero me apersoné en las oficinas norbritánicas a consultar si había alguna posibilidad de postular a becas del tipo “working and holiday” para trabajar, en Glasgow o Edimburgo, durante el inminente estío caledonio. La secretaria, que tenía un aspecto de alto impacto, con marcado acento chilote, me recordaba a algo, o a alguien, no sé, como que me hipnotizaba, me era imposible evitar mirarla fijo a los ojos, creyéndoselo todo, atento a cada palabra. Sé que exagero, llevaba recién 15 segundos con ella y sólo yo había hablado. Había hablado demasiado. Me preguntó: ¿por qué habla así? Estaba sorprendida por la florida configuración de mis locuciones. Le dije que además de chófer de radiotaxis me dedicaba a la poesía (mentira), a la animación de eventos (a veces) y que era tan “devoralibros” como un amante de los perros es un “dog lover”.

Me dijo: ¿de qué está hablando? Usaba el español como que sabe otro idioma (deja que se le note el inglés en el uso cotidiano de su idioma nativo) al mismo tiempo que su acento chilote aparece en cada palabra. Soy olvidadizo yo. No sé por qué empezamos a hacer relaciones pormenorizadas de cómo llegamos a Magallanes. Ella, puertomonttina, secretaria bilingüe titulada, trilingüe en el oficio, usuaria certificada de Microsoft Office, cuenta que conoció a un grupo de gringos vacacionando en Puerto Octay, año 2004, con los que practicó su inglés metiéndoles conversa en el cámping, o viceversa, pero resultó que uno de ellos era un “lord”, un funcionario imperial británico, de origen gaélico, escocés pero leal a la corona, más cercano al príncipe de gales que al modelo de desarrollo nórdico, votante del No en el referéndum independentista de 2014 (supo después). Quedaron contactados vía hotmail, medio a través del cual recibió Ana, pues así se llama la secretaria del consulado, a las pocas semanas, una oferta laboral para trabajar en Vitacura, con la única condición de aprender gaélico escocés, ya que el embajador, oriundo de Inverness (ciudad situada en el desembocadura del río Ness), gustaba utilizar su idioma nativo, oficial en toda Escocia, para comunicarse con los funcionarios de la oficina.

Cuando Ana se prestaba a iniciar el relato acerca de cómo se abrió la oficina en Punta Arenas, tonto yo por no escucharla, me encontré interrumpiéndola casi con un grito, que se me salió por la boca al ver un cartelito pegado en una pared, diseñado seguramente en Microsoft Word, impreso en copia única, donde se solicitaba chófer para el consulado, empleado que debía cumplir también funciones de “junior”, es decir pagar las cuentas, pasar a dejar papeles o carpetas a distintos puntos de la ciudad y la región, así como transportar a los demás empleados de la oficina, incluyendo al cónsul, cuyos viajes eran generalmente al aeropuerto, según me confidenció.

Salí corriendo al registro civil para conseguir un certificado de antecedentes y una hoja de vida de conductor, papeles tamaño carta por los que el estado chileno me cobró 2100 pesos. Pasé luego a un local del tipo café-internet donde imprimí dos currícula, y volví, no sé si corriendo pero definitivamente exaltado, al consulado, en el que me encontré con un tipo con aspecto de taxista cocainómano que, pensé, al igual que yo, intentaba flirtear con Ana, pero que por la mirada de ella supe de inmediato no había tenido tanta conexión como había tenido yo.

Pasaron un par de semanas antes de recibir la tan esperada llamada de Ana. Me decía que, de ser posible, y siempre que yo estuviera de acuerdo, el cónsul quería firmar conmigo un contrato a plazo fijo para realizar las funciones antes descritas durante un mes (treinta y un días corridos), realizando sólo entonces una evaluación de mi “desempeño”, tasando ahí la posibilidad de contratarme de forma indefinida, contrato "indefinido" que, aparentemente, digo, por el tono con el que me hablaba Ana, sería según ellos mi objetivo final al haber presentado la documentación requerida, a lo que contesté que si bien tenía otros proyectos más interesantes, eran económicamente menos provechosos, por lo que buscaría la forma de “hacerme el tiempo” de acceder a la oferta laboral, aceptando igualmente el monto líquido de la remuneración con una frase que le robé a Cantinflas: “me parece bien para empezar”, y dejando claro que también yo pondría a prueba las condiciones laborales para dar una respuesta definitiva en plazo de un mes.

Pasaron cuatro días exactos antes de poner pie nuevamente en la casona que el gobierno inglés usaba como consulado escocés. La secretaria me recibió con su mejor aspecto de lunes por la mañana, me pidió firmar el contrato (lo hice sin siquiera revisar los datos básicos), para indicarme luego un pequeño escritorio, con una computadora tipo notebook, que fue indicada como “mi” computadora, ante lo que, como me pareció ilógico, pregunté que para qué querría yo, como chófer-junior, una computadora, recibiendo por respuesta una mirada entre intrigada e inquisidora, y un gesto como diciéndome que me quedara tranquilo y esperara.

A medida que avanzaba el lunes comprendí que el trabajo en el consulado no se trataba prácticamente de nada, así que estuve revisando en mi pequeña laptop la biografía de la genocida sara braun. Nacida en la Letonia dominada por el imperio zarista, llegó a Punta Arenas con una familia pobre a la que el estado chileno dio sendos beneficios por su condición de “pioneros”, pero no logró hacer fortuna hasta que se casó con un tal josé nogueira, empresario dueño de la sociedad explotadora de tierra del fuego (SETF), quien murió, heredando la señora braun el imperio económico. Fundamentalmente se dedicó a exterminar a los indios de las inmediaciones y a multiplicar ovejas por todo el territorio. Recibía en su palacio orejas y testículos de indios selknam, por los cuales pagaba diferentes sumas de dinero dependiendo de la nacionalidad del asesino. Si se era rumano, por ejemplo, podía hacerse una fortuna cazando indios para la señora braun, que necesitaba la Patagonia “limpia” para que sus ovejas pastorearan tranquilas.

Recién pasadas las 12 del día, Ana se acercó suavemente a mi escritorio. Traía una carpeta verde en la mano, llena de papeles, sin logos ni títulos visibles, y un papelito con una dirección, calle Rómulo Gallegos número 4545, a saber, la dirección particular del cónsul, a donde debía llevar la carpeta, y donde recibiría nuevas instrucciones acerca de mi trabajo, particularmente de las actividades a realizar durante aquella misma jornada. Abordé el Hyundai Electra año 2016 con patente celeste, bajé por calle Boliviana hasta la Costanera del Estrecho de Magallanes, doblé a la izquierda aunque estaba prohibido, aceleré a fondo alcanzando los 120 kilómetros por hora frente al casino “dreams”, alertando a una pareja de carabineros que se encontraba de pie en la esquina, a un costado del edificio de la Armada, pero seguí así, pese a sus gestos, a velocidades inaceptables, durante uno o dos kilómetros, con la idea de virar dirección cerro pasado el club hípico, por avenida Las Naciones, cuando veo de pronto una radiopatrulla de la policía siguiéndome, Dodge Fullminator, baliza encendida, haciéndome señas para que me detuviera, cosa que hice sin chistar, tras lo cual detuviéronse tras de mí, apeándose y caminando lentamente hacia mi vehículo, del que descendí, para acercarme a ellos con el rostro desencajado, asegurándoles que el cónsul de Escocia había tenido un accidente doméstico, que iba a toda velocidad con la misión de socorrerlo de forma urgente, que por favor me permitieran seguir mi camino, a lo que accedieron.

Llegando a la casa del cónsul me sentía más tranquilo. La vivienda, demasiado lujosa para cualquier persona razonable, construida muy recientemente con la más moderna tecnología anglosajona, tenía una puerta enorme, de tal vez dos y medio metros de altura, que se deslizaba por una bisagra perfectamente aceitada, sin ruido, casi sin necesidad de aplicar fuerza. El cónsul, cuyo nombre jamás podré aprender de memoria, un anciano de tal vez ochenta años, canoso, pausado, me solicitó ingresar a su living-comedor, donde debía esperarlo, y donde aproveché de revisar su biblioteca, demasiado extensa para ser particular-privada, llena de textos en inglés, otros en idioma que desconozco, seguramente gaélico, y que en general parecían tratar de geopolítica, táctica militar, segunda guerra mundial, conquista inglesa de Norteamérica, poesía latina, clásicos rusos, política contemporánea, teoría capitalista, negocios internacionales, diplomacia imperial, finanzas corporativas, etcétera.

Finalmente terminó sus importantes asuntos, me convidó una naranja recién pelada por una mujer empleada en la mansión, para pedirme a continuación abordar el vehículo y conducirlo sin más contratiempos al aeropuerto internacional presidente Carlos Ibáñez del Campo, desde el cual emprendería viaje en un vuelo de SkyAirlines con destino a la capital del estado que domina el territorio chileno. Nada más tomar avenida Bulnes hacia el norte lo miré en diagonal hacia atrás y le dije: ¿sabía usted, cónsul, que además de boliviana y paraguaya, había en Punta Arenas una calle llamada valdiviana, que cruzaba la plaza de armas, y que el dictador Pinochet, en su visita del año ’78 (cuando, como usted sabe, el aguerrido pueblo magallánico organizó las primeras protestas contra el régimen de sangre instaurado por la CIA), quiso rendir homenaje a los europeos que organizaron el genocidio selknam, exigiendo al alcalde-títere de la época que cambiara el nombre de la calle a José Menéndez?

“No tenía idea”, me dijo el anciano, y procedió entonces a abalanzarse hacia mí. Estirando los dedos de su mano izquierda, desde el asiento de atrás, me acarició el hombro suavemente, acercó también su cara y respiró como si me estuviera olfateando. Asustado, lo miré, y estaba tan cerca mío que me impresioné, di un respingo y él me miró dulcemente a los ojos. Íbamos a más de 100 kilómetros por hora pasando frente a Ojo Bueno, pero aceleré hasta los 150, diciéndole: ¿qué le pasa? Entonces fue el turno de él de hablar, dijo: ¿Sabía usted que José Menéndez junto José Nogueira fueron los fundadores del progreso en la Patagonia, que sin ellos estas tierras seguirían infértiles, que donde había desierto elaboraron un vergel, que no habrían carreteras, ni puertos, ni comercio exterior sin ellos, y que, por si fuera poco, este territorio estaría dominado actualmente por Argentina? ¿Sabía usted eso?

Habló sin dejar de tocarme el hombro, acariciando también con suavidad algunos pelos de mi larga cabellera, bajando, al final de su discursito, su mano hasta mi brazo, el que apretó con poca fuerza, impresionándose tal vez por la escasa musculatura presente. Procurando mantener la calma, continué en silencio hasta el aeropuerto, donde el escocés tuvo oportunidad de sorprenderme nuevamente cuando, al descender ambos del móvil para sacar su equipaje del maletero, me miró fijamente a los ojos durante unos diez segundos interminables para decirme: se le nota.

Yo quedé interrogándomelo todo. ¿Qué se me nota? ¿Qué querrá decir? Así que sintonicé Radio Patagónica Medios, donde me deleitaron con la transmisión completa del álbum Animals de Pink Floyd, y conduje a velocidad moderada hacia calle boliviana, pensando, no sé si en renunciar, pero al menos en pedirle una explicación a Ana. Llegué a la casona pasadas las 15 horas. Ana, que se maquillaba varias veces al día, tenía la dependencia hedionda a acetona, de lo cual no alcancé a hacer ningún comentario, pues apenas notó mi presencia quedó mirándome fijo a los ojos durante unos diez segundos para decirme: ¿se te nota?

Era evidente que se estaban burlando de mí, así que pedí explicaciones urgentes, me sentía verdaderamente ofendido, me parecía una aberración, un sinsentido. Ana me dijo que para trabajar con el cónsul hay que tener mucho carácter. Si historia es como sigue: estuvo casado durante más de 40 con el cónsul de Escocia en Ushuaia, vivían un amor apasionado, pero la distancia los acostumbró a tener relaciones extramaritales. La más importante de estas fue, para el oriundo de Inverness, con el primer chófer que tuvo aquí en Punta Arenas. Era un hombre fornido, casado, con una familia bien constituida, con hijos y perro. El cónsul lo conquistó con cenas en los mejores restaurantes de la ciudad y con un viaje a Europa. La excusa de necesitar un chófer los llevó a recorrer juntos el Reino Unido, el norte de Francia, los barrios gays de los Países Bajos y una parada inolvidable en las Islas Canarias, donde el chófer recibió como regalo un pulsera de oro. En otras palabras, decía Ana, el cónsul se compró un pololo puntarenense. Lamentablemente, tras unos pocos años de apasionado romance, el chófer murió de un cáncer fulminante. El cónsul ahora es un anciano, decía Ana, raya un poco la papa, peina la muñeca, dice cosas como esa pero no es una mala persona, no va a hacer nada más que acariciarte un poco el hombro y la nuca mientras conduces. Si puedes aceptar eso, sigues trabajando acá.

Al día siguiente me aparecí por la casona pasadas las 9:30. Sin decirle nada a Ana me senté en mi computadora y continué investigando a los genocidas europeos, principalmente empresarios ovejeros, que odiaban a los nativos por no entender qué cosa es el progreso. Buscando fotos de los verdugos en la internet, me encontré con un afiche, editado propablemente por alguna agrupación de corte anarquista, donde aparecían estos empresarios con un mensaje que rezaba: "Bienvenidos inmigrantes latinoamericanos. Los saqueadores de la patagonia fueron los europeos". En la esquina inferior izquierda invitaban a ingresar a una página web llamada braunmelendezgenocidas.tk, donde citaban a una manifestación, pocas semanas más tarde, en la que, decían, el pueblo patagónico se pronunciaría en contra del legado económico, cultural y humano de las familias braun, melendez y nogueira. Decidí en ese mismo instante asistir a la actividad con un cartel sencillo donde escribiría simplemente "genocidas".

No hay comentarios:

Publicar un comentario