martes, 29 de agosto de 2017

betaTorino





La idea de escribir lo que me pasó con Beta Torino en el cementerio de Punta Arenas se le ocurrió al Leo cuando le conté, un día que andábamos paseando a los perros con él y la gordita. Ese día no le hice caso, me reí no más y le dije que seguramente en el futuro podría ser interesante o qué sé yo. Había unos farallones minúsculos que usábamos como sillón con vista el estero (que en Punta Arenas llaman río) Las Minas, curso de agua rodeado de piedras,  casi seco en verano, pero donde los perros encontraban cómo bañarse, incluso a veces sumergirse. Era marzo y estaba a punto de terminar el espectáculo del ocaso magallánico.
 
Después volvimos a la casa. Habíamos humanos y perros desparramados por todo el living. Algunos tomábamos té, los caninos comían pellet. Con la gordis compartíamos una casa “al otro lado de la ciudad”, habíamos hecho un sitio para mi mala suerte, y aunque a veces no teníamos muchas ganas de hablar (dormíamos en piezas separadas), conversábamos cada noche, incluso a los gritos, hasta caer dormidas. El Leo nos iba a ver seguido. Salíamos a caminar o nos quedábamos comentando los libros que la biblioteca pública había comprado ese año. Leíamos las entradas del blog del Leo, donde comentaba las películas que Hollywood estrenaba cada semana.

Uno de esos días saltó el Leo con la historia de Evaristo Castro. Si esa tarde hubiera sabido cómo se relacionaban las historias de Beta Torino con las de Evaristo Castro, nos hubiéramos quedado toda la noche conversando. Evaristo Castro, dijo el Leo, es el único magallánico que combatió primero contra Saddam Hussein y después contra el Estado Islámico. La gorda preguntó al tiro si acaso el compañero luchaba por la independencia del Kurdistán, pero resultó ser un vil mercenario contratado por el gobierno estadounidense para proteger sus intereses petroleros en el Levante y la zona de influencia persa. Agregó que ahora este tipo vive en España, que es su tío, que a veces manda fotos o postales vía correo aéreo, y que no usa redes sociales. Toda la familia, dijo el Leo, encuentra que siempre fue un tipo raro. 

El Leo fue mi mejor amigo en Punta Arenas. La gente también dice que él es raro, principalmente porque no le gusta trabajar, pero también porque a sus 45 años vive felizmente junto a su madre, en barrio Dieciocho. De vez en cuando se gana un fondo de cultura, o hace un taller de comunicación popular. Frecuenta las bibliotecas de la ciudad y, como yo estaba fascinado con las historias de Jemmy Button, empezamos a encontrarnos de vez en cuando hasta que un día nos decidimos a saludarnos. Lo primero que recuerdo de él es con qué ímpetu me recomendó leer San Román de la Llanura, novelón de Pavel Oyarzún que leí en dos tiradas.

Yo, recién llegado a Magallanes, todavía no conocía nada. Fue el Leo quien me llevó al teatro municipal, al casino, a las librerías de moda. Íbamos, por ejemplo, al lanzamiento de un libro, pero casi no veíamos el libro saludando a todas las amistades del Leo (él quería que yo “conociera gente”), y con la atención siempre puesta en el cóctel. Con la gordita teníamos otros panoramas: íbamos al humedal con los perros, íbamos a la playa con los perros, nos subíamos a su auto y nos íbamos hasta San Juan con los perros. Con el Leo éramos más citadinos, nos juntábamos a tomar un café en el Mocedade, o nos tomábamos una cerveza en la Split-Dalmacia.

Un día el Leo nos invitó a un evento, según dijo, muy especial. Era en el salón de un hotel principalísimo de Avenida Colón. Incluía el lanzamiento de un libro acerca de un arquitecto de apellido Goich, y aunque el agua de pepino y el brownie de castañas sabían espectaculares, la convocatoria estaba infestada de bacheletistas demócratacristianos. Después nos fuimos a la casa del Leo. En realidad: a la casa de su mamá. Ella nos entretuvo con un kuchen de calafate y té rojo, y fue quien, sin yo mediar provocación alguna, me confidenció nuevos detalles de la vida de Evaristo Castro.

La señora Cleotilde Castro repasó esa noche el anecdotario típico de cuando le preguntan por su hermano mercenario. Sacó fotos y las fue mostrando. Evaristo era un niño y un adolescente normal que aparecía siempre rodeado de un montón de gente. Nunca lo molestaron en el colegio, nunca fue violento. Era una persona normal, aunque rara. Entonces sacó una postal de la catedral de Ruan, recién se acordaba de mostrársela la Leo. La tarjeta, llegada hacía una semana, escrita como es de suponer por Evaristo, provenía de la Francia anglófona e informaba la apertura de una cuenta en la red social Ínstagram. Escrito a mano y precedido de un arroba, daba cuenta de su nombre de usuario.

Así que saqué de mi bolsillo mi Alcatel Pixi4 y, tras solicitar la clave de acceso al WiFi (red: CleoLeo; clave: tortitas), ingresé a la app y busqué @evarscstr. Instintivamente al ver su foto de perfil toqué con mi dedo el botón “seguir”, que se convirtió en un aviso que decía “pendiente”. No era de extrañar, díjeme a mí mismo, que un mercenario utilizara la cuenta protegida, pero no me gustó tampoco la idea de que él supiera que yo quería ver sus fotos. Mejor sería no tener nada que ver con un mercenario, pensé. El Leo a través de su propio teléfono móvil procedió a dejarle una solicitud, y quedamos de avisarle a la señora Cleo de cualquier novedad al respecto.

Iban pasándonos cosas. Yo manejaba un radiotaxi, ganaba entre veinte y treinta lucas al día. La gordita, cansada de su trabajo, estaba postulando a uno mucho mejor remunerado, pero con muchas más responsabilidades y con horarios extenuantes. Íbamos al cerro con los perros los fines de semana, o nos sentábamos en nuestro “sillón” a mirar las nubes en los horarios post-laborales. A veces, tipo 11am, paraba el taxi en la bomba que está frente al monumento al ovejero, y la gordita salía de su trabajo a tomarse un café conmigo en el “puntocopec”. Un día vimos que habían llegado nuevos libro a la colección que esa empresa coedita con “aguas andinas”, se trataba de La Carretera de Cormac McArthy y el clásico de la ciencia ficción 1984. Estábamos hojeándolos cuando me vibra el bolsillo y al tomar el Alcatel Pixi4 con la mano veo que @evartcstr aceptó mi solicitud para seguirlo.

La gorda me dijo que no quería mirar porque no quería ver armas de fuego, ni juegos de azar, ni prostitución, ni desiertos calurosos, ni campos de refugiados. Yo abrí la colección de imágenes igualmente esperando lo peor, pero me encontré, por el contrario, con imágenes de su vida en Galicia, sin personas casi, paisajes de ríos o esteros, una ventana, un espejo, un paseo costero tipo malecón en un día nublado, una vaca de pie al lado de un árbol en un día con neblina. Eran cerca de 60 imágenes y, en casi todas, el cielo estaba nublado, el día tipo abochornado, sin sombras, sin alta definición, los objetos siempre borrosos, grises y pálidos.

No sé por qué me sorprendió tanto su Ínstagram. Me gustaba que fuera algo leve, que las fotos fueran casi azarosas, todo tan difuminado y suave. Esa noche con la gordita jugamos un juego de mesa hasta tarde. Había que formar palabras y se nos iban saliendo las rimas. Nos quedamos dormidas con ella haciendo rimas con mi apellido. Soñé que había un baterista frente a mí. Tocaba la batería con una mano y en la otra tenía un pulverizador de agua, con el que rociaba los platillos haciendo una melodía suave como de Come away with me in the night. Por ahí me queda mirando a los ojos mientras espera el quiebre de la melodía y en el instante de silencio susurra: ¿un poco de jazz?

2· 

Lo de Beta Torino siempre fue algo tan distinto, tan lejano. Una de las primeras actividades que hicimos con la gordita cuando llegué a Punta Arenas fue un encargo de mi padre, quien desde Buin me solicitaba visitar el cementerio de la ciudad para verificar la existencia de la sepultura de su tía Beta, muerta hacía casi un siglo. Yo ya sabía que ella y mi abuela habían sido bautizadas con nombres expresamente no-cristianos, Beta y “Anita”, quienes además tenían otras dos hermanas: Alba y Rocío.

Una vez desde la portería se nos condujo a la oficina de informaciones, expliqué brevemente a la secretaria mi intención de visitar la tumba, y nada más pronunciar el nombre de la descendiente italiana, apareció por una puerta lateral otro funcionario, diciendo que él sabía, que el sepulcro se hallaba en el pabellón Carrera. Beta, explicó ante mis consultas, era un nombre muy especial, siendo la señora Torino la única Beta de todo el cementerio, pintoresca gracia que la ha hecho famosa entre los trabajadores históricos del camposanto.
En la lápida nos encontramos con una botellita de plástico, adornada con flores también plásticas. Ni idea quién o cuándo fueron depositadas, pero no parecían tener más de tres meses o similar. La finada había muerto a los 25 años, en 1935, ¡85 años antes!, y todavía había quién le llevara flores, e incluso otras visitas (como yo con la gordita).

Saliendo a calle Bulnes y encaminándonos hacia la Zona Franca, llamé a mi padre para dar cuenta de las pesquisas. La anécdota no lo sorprendió demasiado, ya que, según me relató, unos treinta años antes, a mediados de los ochenta, su tía Alba, residente en la ciudad de Linares y casada con un terrateniente muy mal agestado, viajó a la capital patagónica por motivos de negocios (del marido), y realizó en el cementerio el mismo ejercicio acabábamos de realizar con la gordita en 2017. Encontró la tumba, eso sí, con flores frescas, y al preguntar en portería quién era la persona que llevaba esas flores, tomando en cuenta que Beta ya era famosa en el cementerio, se le informó que cada domingo iba la misma mujer, acompañada de un niño, seguramente su hijo. Alba dejó entonces una nota con su numeración telefónica del Maule, solicitando a quien le dejaba flores a su hermana comunicarse con ella. A las pocas semanas recibió una llama de Angélica.

Angélica, que para ese entonces contaba con algo así como 50 años, se presentó como la hija de Angélica, quien era la mejor amiga de Beta. La señora Beta, explicó, era muy amiga de su madre, fueron amigas de toda la vida, inseparables desde la infancia. La “tía Beta”, como la llamó, iba a ser casada con un hombre de negocios de la zona, pero sufrió una enfermedad fulminante, sin diagnóstico, y murió antes de la celebración de la boda. Desde entonces Angélica (su madre) había estado dejando flores en su sepultura todas las semanas, y aunque ella era huérfana desde hacía una década, mantenía la costumbre de ir a dejarle flores a la señora Beta, acompañada por su marido e hijo, en un paseo familiar que ya se había vuelto tradicional.

Toda esta historia me iba siendo relatada vía llamada de voz, telecomunicación de primera calidad, pero que a esas alturas iba tornándoseme dificultosa, por cuanto mi atención estaba dividida entre la conversación con mi padre y las condiciones del tránsito, lo que me tenía alerta a otros estímulo, también sonoros. Entendí que Angélica y Alba fueron amigas durante una década, no sólo a través de las llamadas telefónicas, sino también con visitas regulares de la magallánica a la región del Maule, ciudad donde encontró la muerte, tras una enfermedad corta, en 2001.

Estábamos con la gordita llegando a la Zona Franca, a pie desde el cementerio. Acababa de finalizar la llamada con mi papá cuando de pronto se me iluminó la anécdota, la verdadera motivación, el secreto a voces. Le dije a la gordita: Beta Torino era lesbiana.

Concluímos como sigue: Angélica no era su gran amiga sino su gran amor, y Beta, al ser obligada a casarse con un hombre que no amaba ni amaría jamás, murió de pena y desolación, enfermó y se fue al otro mundo. Angélica, quien por su parte igualmente fue casada, eso sí con un chilote, rindió homenaje a Beta hasta su muerte, y, como el amor atraviesa generaciones, la hija de Angélica siguió llevándole flores a Beta, y también, inventábamos cuestiones con la gordita, la nieta y la bisnieta llevaban flores, y nos imaginábamos a la tataranieta llevando flores, en un cementerio ya modernizado, declarándole su amor a Beta, amor cósmico, fuera del tiempo, mágico y poético, amando al amor de su tatarabuela.

Así inventábamos, a veces, cuestiones con la gorda. En el mejor de los casos improvisábamos historias completas, pero sin miedo a aventurarnos con palabras sueltas. Nos rematábamos de la risa pronunciando en inglés británico las advertencias en el espejo retrovisor de su auto, o buscando sinónimos de palabras como achuntarle, piñiñento o acostillao. Desvariábamos en esas índoles con el Leo cuando nos contamos las historias de Beta Torino y de Evaristo Castro.

Pocos meses después tuve que salir arrancando de Punta Arenas, cuando casi no me quedaba plata y el taxi se ponía cada vez más inestable, producto del exceso de kilometraje del Hyundai Elantra. Me tuve que ir porque la línea hacia la quiebra era irreversible, pese al trabajo duro y a la austeridad. Había olvidado que Punta Arenas también es Chile y toda su chilenidad me estaba dando duro en la cara. Dejé al Leo y a la gordita comprometidos a cuidarse mutuamente, a quererse siempre, y saqué mi pasaje pal norte.


Pero tuve que volver. Había pasado seis meses en la zona centro viviendo casi sin dinero cuando conseguí que la Compañía Interoceánica de Vapores me contratara como ayudante de cocina a bordo del buque tanque Ímpetu, que iba de vez en cuando a Punta Arenas. Tomé un bus para llegar una semana antes y aprovechar al máximo mi amistad con la gordi y el Leo. Hicimos montón de panoramas, con y sin perros, indoor y outdoor, hasta que un día me llegaron desde la cara del Leo nuevas ondas sonoras acerca de la existencia de su tío Evaristo, que estaba de visita en Chile y que los próximos días iba a estar en Punta Arenas.

El Leo tiene tremendas ocurrencias. Digo en sentido figurado, porque yo ya sabía quién era,  entonces decir que el compadre es raro, de mi parte, podría ser feo. No quería decirlo tan abiertamente pero el Leo es un tipo bastante especial, diría más precisamente un excéntrico, y esta idea no me vino de la nada. Yo, en realidad, no lo quería aceptar, quería considerarlo como un tipo como cualquier otro, hasta que nos invitó a casa de su mami, a mí y a la gordita (yo alojé con ella esa semana), y nos sentó en la mesa, en lo que más tarde calificamos como una encerrona o quizá como una cita a ciegas, con Evaristo Castro, hombrón de cincuenta y pico años, corte al rape, musculoso, de gesto en todo caso amable, quien esperaba expectante y alegra el pescado frito, famosa especialidad culinaria de la señora Cleotilde, su hermana.

Justo después de decir “les presento a mi tío Evaristo”, el Leo, verán ustedes cómo se comporta, nos apunta con sus índices a mí y a Evaristo y dice: “ustedes son amigos en Ínstagram”. ¡Amigos en Ínstagram, por favor! Entonces el mercenario me sondeó el rostro, me miró de arriba abajo el aspecto general, y dijo que sí, que me recuerda, que recuerda las fotos de los hongos morados y de los perros, igualmente esas casi pornográficas (dijo con una sonrisa) que subí hace unos cinco años, incluso recordó aquella de hace pocos meses donde aparezco con un niño montado sobre los hombros. Qué memoria tiene, con cuánto detalle me ha individualizado. Dijo que supuso que tengo amistad con el Leo porque las solicitudes les llegaron juntas, que no usa ninguna otra red social además de esta y el correo electrónico, ninguna app de mensajería instantánea, que por eso revisa con tanta detención los perfiles de Ínstagram, su única entretención virtual.

Nos íbamos comiendo el congrio frito con ensalada de pepino y yo le iba diciendo a Evaristo que la impresión leve, suave, que me dejaron sus fotografías, distaban mucho con cómo yo imagino que es su trabajo. Claro, dijo él, mi trabajo es como… e hizo un gesto con las manos, como si estuviera sosteniendo ¿un fusil? ¿Una ametralladora? Tuve que respirar hondo para no decirle lo que pienso de sus actividades, se me aceleraba el pulso y me debo haber puesto algo rojo, pero con mucha calma le pregunté que dónde ha trabajado.

Empezó a enlistar una seria de ciudades, me parece que a lo largo de todo el mundo árabe y la ex-URSS. Recuerdo claramente que empezó con Tel-Aviv y terminó con la Trípoli libanesa, mencionando en medio Bakú, Islamabad, Osetia y Kuwait, entre otra decena de nombres impronunciables. Dijo que lo más fácil es llegar a Israel y que desde ahí te destinen a distintas misiones. Si haces el trabajo correctamente, afirmó entusiasmado, no es realmente peligroso, y pagan bien. Dijo que podía darme el dato para trabajar, si quería. Yo no podía creerlo, estaba impactado, pero el Leo y la señora Cleo seguían comiendo como si nada. Sólo la gordita se mostraba tan impresionada como yo.

Así que le dije: y tú, ¿eres magallánico? ¿Naciste acá? Claro, dijo, mi mami y yo siempre fuimos solos. Su padre murió poco después de su nacimiento y los contactos con el mundo militar los hizo gracias a una amistad muy especial de su madre, una señora del norte. Evaristo, al igual que el Leo y la señora Cleo, lanzaba largas confidencias sin provocación alguna. En el regimiento de Talca me hice militar, pero no me conformé. Renuncié para salir de viaje, a trabajar, principalmente de dish washer. Recorrí España el año ’91. Estuve lavando platos en París, Cracovia, Brno, Ljubjana, Zagreb. Crucé el Mediterráneo en el ’96, me instalé dos años en Egipto, después fui a Jerusalén y terminé llegando a Tel-Aviv por el ’98. Conocí gente en el consulado chileno y al poco tiempo estaba trabajando. Como pagan bien, me compré mi casa en Galicia, que es el mejor lugar que conocí en todos mis años recorriendo el mundo.

Yo estaba sorprendidísimo. El tipo contaba su vida como si la recitara de memoria, como si hubiera tenido que dar estas explicaciones muchas veces. Además iba hablando como si yo también pudiera trabajar con él, como si mis preguntas estuvieran enfocadas a que me consiga un empleo en el mundo de la guerra, como invitándome. Hasta que lo consiguió: me vi a mí mismo, en lo que a la luz del tiempo transcurrido desde entonces podría llamar una alucinación, en medio de un caserío en el desierto de Ammán, portado una subametralladora, asesinando principalmente niños y ancianos, cuerpos mutilados en las paredes de barro, pequeños pasajes llenos de sangre. También vi una minúscula y oscura sala de control con gente apretando botones de colores que hacían estallar bombas. Hombres con uniformes militares pilotando remotamente drones, a través de pantallas, que al presionar una botonera especial perdían la señal, es decir: drones-bomba que persiguen gente en barrios pobres de ciudades desérticas.

Entonces la gordita se pone más brígida y le pregunta si acaso sabe contra quiénes disparaba. Evaristo cambió un poco el tono, me pareció que no estaba acostumbrado a que una mujer le pidiera explicaciones. Así que pone su cara más seria, instala encima suyo ese él que repite, como máquina, que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva, que la “guerra de Irak” de 2002 previno una “guerra mundial” de consecuencias impredeciblemente catastróficas, que muchos héroes murieron salvando al mundo del terrorismo islámico…

Muy bien, muy bien, dijo fuertemente el Leo, y cambió estrepitosamente el tema hacia las novedades ­­­­­­­­del cine Hollywoodense, tema sencillo donde todos opinamos distintas barbaridades, hasta que comentamos más tarde algunas novelas clásicas que había estado releyendo el Leo para un taller que iba a hacer. Cuando ya no quedaba ensalada y todos habíamos terminado de comer, fui recogiendo la mesa mientras la tía Cleo lavaba y el Leo nos contaba de las manzanas “pinkrose” y de su diferencia con las “fuji”, las distintas propiedades medicinales de la manzana verde y cómo la manzana amarilla está ganando terreno en el mercado internacional. 

Finalmente terminamos de lavar los platos y nos fuimos. Evaristo Castro me dio un tremendo abrazo, deseándome la mejor de las suertes a bordo del Ímpetu, agregando que es el petróleo lo que mueve la economía internacional. Luego hizo algo muy raro: quiso besarme la cara. Acercó la suya a la mía y yo di un pasito hacia atrás, llevándome una mano a la mejilla, como para poner un obstáculo entre él y yo. Con la gordita nos fuimos comentando de la necesidad urgente de mantener a gente como ese energúmeno de ultraderecha lejos de nuestra familia.

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