1·
La idea de escribir lo que me pasó con Beta Torino en el cementerio de Punta Arenas se le ocurrió al Leo cuando le conté, un día que andábamos paseando a los perros con él y la gordita. Ese día no le hice caso, me reí no más y le dije que seguramente en el futuro podría ser interesante o qué sé yo. Había unos farallones minúsculos que usábamos como sillón con vista el estero (que en Punta Arenas llaman río) Las Minas, curso de agua rodeado de piedras, casi seco en verano, pero donde los perros encontraban cómo bañarse, incluso a veces sumergirse. Era marzo y estaba a punto de terminar el espectáculo del ocaso magallánico.
Después volvimos a la casa. Habíamos humanos y perros desparramados por
todo el living. Algunos tomábamos té, los caninos comían pellet. Con la gordis
compartíamos una casa “al otro lado de la ciudad”, habíamos hecho un sitio para
mi mala suerte, y aunque a veces no teníamos muchas ganas de hablar (dormíamos
en piezas separadas), conversábamos cada noche, incluso a los gritos, hasta
caer dormidas. El Leo nos iba a ver seguido. Salíamos a caminar o nos
quedábamos comentando los libros que la biblioteca pública había comprado ese
año. Leíamos las entradas del blog del Leo, donde comentaba las películas que
Hollywood estrenaba cada semana.
Uno de esos días saltó el Leo con la historia de Evaristo Castro. Si esa
tarde hubiera sabido cómo se relacionaban las historias de Beta Torino con las
de Evaristo Castro, nos hubiéramos quedado toda la noche conversando. Evaristo Castro,
dijo el Leo, es el único magallánico que combatió primero contra Saddam Hussein
y después contra el Estado Islámico. La gorda preguntó al tiro si acaso el
compañero luchaba por la independencia del Kurdistán, pero resultó ser un vil
mercenario contratado por el gobierno estadounidense para proteger sus
intereses petroleros en el Levante y la zona de influencia persa. Agregó que
ahora este tipo vive en España, que es su tío, que a veces manda fotos o
postales vía correo aéreo, y que no usa redes sociales. Toda la familia, dijo
el Leo, encuentra que siempre fue un tipo raro.
El Leo fue mi mejor amigo en Punta Arenas. La gente también dice que él
es raro, principalmente porque no le gusta trabajar, pero también porque a sus
45 años vive felizmente junto a su madre, en barrio Dieciocho. De vez en cuando
se gana un fondo de cultura, o hace un taller de comunicación popular.
Frecuenta las bibliotecas de la ciudad y, como yo estaba fascinado con las
historias de Jemmy Button, empezamos a encontrarnos de vez en cuando hasta que
un día nos decidimos a saludarnos. Lo primero que recuerdo de él es con qué
ímpetu me recomendó leer San Román de la Llanura, novelón de Pavel Oyarzún que
leí en dos tiradas.
Yo, recién llegado a Magallanes, todavía no conocía nada. Fue el Leo
quien me llevó al teatro municipal, al casino, a las librerías de moda. Íbamos,
por ejemplo, al lanzamiento de un libro, pero casi no veíamos el libro
saludando a todas las amistades del Leo (él quería que yo “conociera gente”), y
con la atención siempre puesta en el cóctel. Con la gordita teníamos otros
panoramas: íbamos al humedal con los perros, íbamos a la playa con los perros,
nos subíamos a su auto y nos íbamos hasta San Juan con los perros. Con el Leo
éramos más citadinos, nos juntábamos a tomar un café en el Mocedade, o nos
tomábamos una cerveza en la Split-Dalmacia.
Un día el Leo nos invitó a un evento, según dijo, muy especial. Era en
el salón de un hotel principalísimo de Avenida Colón. Incluía el lanzamiento de
un libro acerca de un arquitecto de apellido Goich, y aunque el agua de pepino
y el brownie de castañas sabían espectaculares, la convocatoria estaba
infestada de bacheletistas demócratacristianos. Después nos fuimos a la casa
del Leo. En realidad: a la casa de su mamá. Ella nos entretuvo con un kuchen de
calafate y té rojo, y fue quien, sin yo mediar provocación alguna, me
confidenció nuevos detalles de la vida de Evaristo Castro.
La señora Cleotilde Castro repasó esa noche el anecdotario típico de
cuando le preguntan por su hermano mercenario. Sacó fotos y las fue mostrando.
Evaristo era un niño y un adolescente normal que aparecía siempre rodeado de un
montón de gente. Nunca lo molestaron en el colegio, nunca fue violento. Era una
persona normal, aunque rara. Entonces sacó una postal de la catedral de Ruan,
recién se acordaba de mostrársela la Leo. La tarjeta, llegada hacía una semana,
escrita como es de suponer por Evaristo, provenía de la Francia anglófona e
informaba la apertura de una cuenta en la red social Ínstagram. Escrito a mano
y precedido de un arroba, daba cuenta de su nombre de usuario.
Así que saqué de mi bolsillo mi Alcatel Pixi4 y, tras solicitar la clave
de acceso al WiFi (red: CleoLeo; clave: tortitas), ingresé a la app y busqué
@evarscstr. Instintivamente al ver su foto de perfil toqué con mi dedo el botón
“seguir”, que se convirtió en un aviso que decía “pendiente”. No era de
extrañar, díjeme a mí mismo, que un mercenario utilizara la cuenta protegida,
pero no me gustó tampoco la idea de que él supiera que yo quería ver sus fotos.
Mejor sería no tener nada que ver con un mercenario, pensé. El Leo a través de
su propio teléfono móvil procedió a dejarle una solicitud, y quedamos de
avisarle a la señora Cleo de cualquier novedad al respecto.
Iban pasándonos cosas. Yo manejaba un radiotaxi, ganaba entre veinte y
treinta lucas al día. La gordita, cansada de su trabajo, estaba postulando a
uno mucho mejor remunerado, pero con muchas más responsabilidades y con
horarios extenuantes. Íbamos al cerro con los perros los fines de semana, o nos
sentábamos en nuestro “sillón” a mirar las nubes en los horarios
post-laborales. A veces, tipo 11am, paraba el taxi en la bomba que está frente
al monumento al ovejero, y la gordita salía de su trabajo a tomarse un café
conmigo en el “puntocopec”. Un día vimos que habían llegado nuevos libro a la
colección que esa empresa coedita con “aguas andinas”, se trataba de La
Carretera de Cormac McArthy y el clásico de la ciencia ficción 1984. Estábamos
hojeándolos cuando me vibra el bolsillo y al tomar el Alcatel Pixi4 con la mano
veo que @evartcstr aceptó mi solicitud para seguirlo.
La gorda me dijo que no quería mirar porque no quería ver armas de
fuego, ni juegos de azar, ni prostitución, ni desiertos calurosos, ni campos de
refugiados. Yo abrí la colección de imágenes igualmente esperando lo peor, pero
me encontré, por el contrario, con imágenes de su vida en Galicia, sin personas
casi, paisajes de ríos o esteros, una ventana, un espejo, un paseo costero tipo
malecón en un día nublado, una vaca de pie al lado de un árbol en un día con
neblina. Eran cerca de 60 imágenes y, en casi todas, el cielo estaba nublado,
el día tipo abochornado, sin sombras, sin alta definición, los objetos siempre
borrosos, grises y pálidos.
No sé por qué me sorprendió tanto su Ínstagram. Me gustaba que fuera
algo leve, que las fotos fueran casi azarosas, todo tan difuminado y suave. Esa
noche con la gordita jugamos un juego de mesa hasta tarde. Había que formar
palabras y se nos iban saliendo las rimas. Nos quedamos dormidas con ella
haciendo rimas con mi apellido. Soñé que había un baterista frente a mí. Tocaba
la batería con una mano y en la otra tenía un pulverizador de agua, con el que
rociaba los platillos haciendo una melodía suave como de Come away with me in
the night. Por ahí me queda mirando a los ojos mientras espera el quiebre de la
melodía y en el instante de silencio susurra: ¿un poco de jazz?
2·
Lo de Beta Torino siempre fue algo tan distinto, tan lejano. Una de
las primeras actividades que hicimos con la gordita cuando llegué a Punta
Arenas fue un encargo de mi padre, quien desde Buin me solicitaba visitar el
cementerio de la ciudad para verificar la existencia de la sepultura de su tía
Beta, muerta hacía casi un siglo. Yo ya sabía que ella y mi abuela habían sido
bautizadas con nombres expresamente no-cristianos, Beta y “Anita”, quienes
además tenían otras dos hermanas: Alba y Rocío.
Una vez desde la portería se nos condujo a la oficina de informaciones,
expliqué brevemente a la secretaria mi intención de visitar la tumba, y nada
más pronunciar el nombre de la descendiente italiana, apareció por una puerta
lateral otro funcionario, diciendo que él sabía, que el sepulcro se hallaba en
el pabellón Carrera. Beta, explicó ante mis consultas, era un nombre muy especial,
siendo la señora Torino la única Beta de todo el cementerio, pintoresca gracia
que la ha hecho famosa entre los trabajadores históricos del camposanto.
En la lápida nos encontramos con una botellita de plástico, adornada con
flores también plásticas. Ni idea quién o cuándo fueron depositadas, pero no
parecían tener más de tres meses o similar. La finada había muerto a los 25
años, en 1935, ¡85 años antes!, y todavía había quién le llevara flores, e
incluso otras visitas (como yo con la gordita).
Saliendo a calle Bulnes y encaminándonos hacia la Zona Franca, llamé a
mi padre para dar cuenta de las pesquisas. La anécdota no lo sorprendió
demasiado, ya que, según me relató, unos treinta años antes, a mediados de los
ochenta, su tía Alba, residente en la ciudad de Linares y casada con un
terrateniente muy mal agestado, viajó a la capital patagónica por motivos de
negocios (del marido), y realizó en el cementerio el mismo ejercicio acabábamos
de realizar con la gordita en 2017. Encontró la tumba, eso sí, con flores
frescas, y al preguntar en portería quién era la persona que llevaba esas
flores, tomando en cuenta que Beta ya era famosa en el cementerio, se le
informó que cada domingo iba la misma mujer, acompañada de un niño, seguramente
su hijo. Alba dejó entonces una nota con su numeración telefónica del Maule,
solicitando a quien le dejaba flores a su hermana comunicarse con ella. A las
pocas semanas recibió una llama de Angélica.
Angélica, que para ese entonces contaba con algo así como 50 años, se
presentó como la hija de Angélica, quien era la mejor amiga de Beta. La señora
Beta, explicó, era muy amiga de su madre, fueron amigas de toda la vida,
inseparables desde la infancia. La “tía Beta”, como la llamó, iba a ser casada
con un hombre de negocios de la zona, pero sufrió una enfermedad fulminante,
sin diagnóstico, y murió antes de la celebración de la boda. Desde entonces
Angélica (su madre) había estado dejando flores en su sepultura todas las
semanas, y aunque ella era huérfana desde hacía una década, mantenía la
costumbre de ir a dejarle flores a la señora Beta, acompañada por su marido e
hijo, en un paseo familiar que ya se había vuelto tradicional.
Toda esta historia me iba siendo relatada vía llamada de voz,
telecomunicación de primera calidad, pero que a esas alturas iba tornándoseme
dificultosa, por cuanto mi atención estaba dividida entre la conversación con
mi padre y las condiciones del tránsito, lo que me tenía alerta a otros
estímulo, también sonoros. Entendí que Angélica y Alba fueron amigas durante
una década, no sólo a través de las llamadas telefónicas, sino también con
visitas regulares de la magallánica a la región del Maule, ciudad donde
encontró la muerte, tras una enfermedad corta, en 2001.
Estábamos con la gordita llegando a la Zona Franca, a pie desde el
cementerio. Acababa de finalizar la llamada con mi papá cuando de pronto se me
iluminó la anécdota, la verdadera motivación, el secreto a voces. Le dije a la
gordita: Beta Torino era lesbiana.
Concluímos como sigue: Angélica no era su gran amiga sino su gran amor,
y Beta, al ser obligada a casarse con un hombre que no amaba ni amaría jamás,
murió de pena y desolación, enfermó y se fue al otro mundo. Angélica, quien por
su parte igualmente fue casada, eso sí con un chilote, rindió homenaje a Beta
hasta su muerte, y, como el amor atraviesa generaciones, la hija de Angélica
siguió llevándole flores a Beta, y también, inventábamos cuestiones con la
gordita, la nieta y la bisnieta llevaban flores, y nos imaginábamos a la
tataranieta llevando flores, en un cementerio ya modernizado, declarándole su
amor a Beta, amor cósmico, fuera del tiempo, mágico y poético, amando al amor
de su tatarabuela.
Así inventábamos, a veces, cuestiones con la gorda. En el mejor de los
casos improvisábamos historias completas, pero sin miedo a aventurarnos con
palabras sueltas. Nos rematábamos de la risa pronunciando en inglés británico
las advertencias en el espejo retrovisor de su auto, o buscando sinónimos de
palabras como achuntarle, piñiñento o acostillao. Desvariábamos en esas índoles
con el Leo cuando nos contamos las historias de Beta Torino y de Evaristo
Castro.
Pocos meses después tuve que salir arrancando de Punta Arenas, cuando
casi no me quedaba plata y el taxi se ponía cada vez más inestable, producto
del exceso de kilometraje del Hyundai Elantra. Me tuve que ir porque la línea
hacia la quiebra era irreversible, pese al trabajo duro y a la austeridad.
Había olvidado que Punta Arenas también es Chile y toda su chilenidad me estaba
dando duro en la cara. Dejé al Leo y a la gordita comprometidos a cuidarse
mutuamente, a quererse siempre, y saqué mi pasaje pal norte.
3·
Pero tuve que volver. Había pasado seis meses en la zona centro
viviendo casi sin dinero cuando conseguí que la Compañía Interoceánica de Vapores
me contratara como ayudante de cocina a bordo del buque tanque Ímpetu, que iba de vez en cuando a Punta Arenas. Tomé un bus para llegar una semana antes y
aprovechar al máximo mi amistad con la gordi y el Leo. Hicimos montón de
panoramas, con y sin perros, indoor y outdoor, hasta que un día me llegaron
desde la cara del Leo nuevas ondas sonoras acerca de la existencia de su tío
Evaristo, que estaba de visita en Chile y que los próximos días iba a estar en
Punta Arenas.
El Leo tiene tremendas ocurrencias. Digo en sentido figurado, porque yo
ya sabía quién era, entonces decir que
el compadre es raro, de mi parte, podría ser feo. No quería decirlo tan
abiertamente pero el Leo es un tipo bastante especial, diría más precisamente
un excéntrico, y esta idea no me vino de la nada. Yo, en realidad, no lo quería
aceptar, quería considerarlo como un tipo como cualquier otro, hasta que nos
invitó a casa de su mami, a mí y a la gordita (yo alojé con ella esa semana), y
nos sentó en la mesa, en lo que más tarde calificamos como una encerrona o
quizá como una cita a ciegas, con Evaristo Castro, hombrón de cincuenta y pico
años, corte al rape, musculoso, de gesto en todo caso amable, quien esperaba
expectante y alegra el pescado frito, famosa especialidad culinaria de la señora
Cleotilde, su hermana.
Justo después de decir “les presento a mi tío Evaristo”, el Leo, verán
ustedes cómo se comporta, nos apunta con sus índices a mí y a Evaristo y dice:
“ustedes son amigos en Ínstagram”. ¡Amigos en Ínstagram, por favor! Entonces el
mercenario me sondeó el rostro, me miró de arriba abajo el aspecto general, y
dijo que sí, que me recuerda, que recuerda las fotos de los hongos morados y de
los perros, igualmente esas casi pornográficas (dijo con una sonrisa) que subí
hace unos cinco años, incluso recordó aquella de hace pocos meses donde
aparezco con un niño montado sobre los hombros. Qué memoria tiene, con cuánto
detalle me ha individualizado. Dijo que supuso que tengo amistad con el Leo
porque las solicitudes les llegaron juntas, que no usa ninguna otra red social
además de esta y el correo electrónico, ninguna app de mensajería instantánea,
que por eso revisa con tanta detención los perfiles de Ínstagram, su única
entretención virtual.
Nos íbamos comiendo el congrio frito con ensalada de pepino y yo le iba
diciendo a Evaristo que la impresión leve, suave, que me dejaron sus
fotografías, distaban mucho con cómo yo imagino que es su trabajo. Claro, dijo
él, mi trabajo es como… e hizo un gesto con las manos, como si estuviera
sosteniendo ¿un fusil? ¿Una ametralladora? Tuve que respirar hondo para no
decirle lo que pienso de sus actividades, se me aceleraba el pulso y me debo
haber puesto algo rojo, pero con mucha calma le pregunté que dónde ha
trabajado.
Empezó a enlistar una seria de ciudades, me parece que a lo largo de
todo el mundo árabe y la ex-URSS. Recuerdo claramente que empezó con Tel-Aviv y
terminó con la Trípoli libanesa, mencionando en medio Bakú, Islamabad, Osetia y
Kuwait, entre otra decena de nombres impronunciables. Dijo que lo más fácil es
llegar a Israel y que desde ahí te destinen a distintas misiones. Si haces el
trabajo correctamente, afirmó entusiasmado, no es realmente peligroso, y pagan
bien. Dijo que podía darme el dato para trabajar, si quería. Yo no podía creerlo,
estaba impactado, pero el Leo y la señora Cleo seguían comiendo como si nada.
Sólo la gordita se mostraba tan impresionada como yo.
Así que le dije: y tú, ¿eres magallánico? ¿Naciste acá? Claro, dijo, mi
mami y yo siempre fuimos solos. Su padre murió poco después de su nacimiento y
los contactos con el mundo militar los hizo gracias a una amistad muy especial
de su madre, una señora del norte. Evaristo, al igual que el Leo y la señora
Cleo, lanzaba largas confidencias sin provocación alguna. En el regimiento de
Talca me hice militar, pero no me conformé. Renuncié para salir de viaje, a
trabajar, principalmente de dish washer.
Recorrí España el año ’91. Estuve lavando platos en París, Cracovia, Brno,
Ljubjana, Zagreb. Crucé el Mediterráneo en el ’96, me instalé dos años en
Egipto, después fui a Jerusalén y terminé llegando a Tel-Aviv por el ’98.
Conocí gente en el consulado chileno y al poco tiempo estaba trabajando. Como
pagan bien, me compré mi casa en Galicia, que es el mejor lugar que conocí en
todos mis años recorriendo el mundo.
Yo estaba sorprendidísimo. El tipo contaba su vida como si la recitara
de memoria, como si hubiera tenido que dar estas explicaciones muchas veces.
Además iba hablando como si yo también pudiera trabajar con él, como si mis preguntas
estuvieran enfocadas a que me consiga un empleo en el mundo de la guerra, como
invitándome. Hasta que lo consiguió: me vi a mí mismo, en lo que a la luz del
tiempo transcurrido desde entonces podría llamar una alucinación, en medio de
un caserío en el desierto de Ammán, portado una subametralladora, asesinando
principalmente niños y ancianos, cuerpos mutilados en las paredes de barro,
pequeños pasajes llenos de sangre. También vi una minúscula y oscura sala de
control con gente apretando botones de colores que hacían estallar bombas.
Hombres con uniformes militares pilotando remotamente drones, a través de
pantallas, que al presionar una botonera especial perdían la señal, es decir:
drones-bomba que persiguen gente en barrios pobres de ciudades desérticas.
Entonces la gordita se pone más brígida y le pregunta si acaso sabe
contra quiénes disparaba. Evaristo cambió un poco el tono, me pareció que no
estaba acostumbrado a que una mujer le pidiera explicaciones. Así que pone su
cara más seria, instala encima suyo ese él que repite, como máquina, que Saddam
Hussein tenía armas de destrucción masiva, que la “guerra de Irak” de 2002
previno una “guerra mundial” de consecuencias impredeciblemente catastróficas,
que muchos héroes murieron salvando al mundo del terrorismo islámico…
Muy bien, muy bien, dijo fuertemente el Leo, y cambió estrepitosamente
el tema hacia las novedades del cine Hollywoodense, tema sencillo donde
todos opinamos distintas barbaridades, hasta que comentamos más tarde algunas
novelas clásicas que había estado releyendo el Leo para un taller que iba a
hacer. Cuando ya no quedaba ensalada y todos habíamos terminado de comer, fui
recogiendo la mesa mientras la tía Cleo lavaba y el Leo nos contaba de las
manzanas “pinkrose” y de su diferencia con las “fuji”, las distintas
propiedades medicinales de la manzana verde y cómo la manzana amarilla está
ganando terreno en el mercado internacional.
Finalmente terminamos de lavar los platos y nos fuimos. Evaristo Castro
me dio un tremendo abrazo, deseándome la mejor de las suertes a bordo del
Ímpetu, agregando que es el petróleo lo que mueve la economía internacional.
Luego hizo algo muy raro: quiso besarme la cara. Acercó la suya a la mía y yo
di un pasito hacia atrás, llevándome una mano a la mejilla, como para poner un
obstáculo entre él y yo. Con la gordita nos fuimos comentando de la necesidad
urgente de mantener a gente como ese energúmeno de ultraderecha lejos de
nuestra familia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario