jueves, 11 de diciembre de 2014

Breve homenaje a Álvaro de Campos

Un joven nihilista en edad de merecer
ingresa al servicio militar para convertirse en banquero.
Desarrolla su entrenamiento en la fuerza aérea
y egresa como oficial de reserva
experto en mecánica aeromotriz.

En los años siguientes, cursa estudios de economía
y administración de empresas.
En ese país,
a la fusión de ambas ramas de la gestión del capital
se la concebía como una ingeniería,
a pesar de carecer de cálculo infinitesimal.

Se gradúa con honores de una prestigiosa universidad confesionaria
e inmediatamente es empleado en la división de comunicaciones
de una transnacional que vende múltiples servicios,
incluso consultorías en urbanismo para el ejército israelí.
La familia del hombre se sentía orgullosa de su esfuerzo,
a sus ojos
él
ya no era un joven
ni un nihilista.
En la mesa de los domingos,
el pródigo siempre ofrendaba una botella del mejor vino merlot
y un ramo de flores para la hembra matriz de su regular existencia.

Sin embargo, aunque nuestro personaje no era muy asiduo a la lectura,
un buen día
descubrió a un autor
cuyo apellido nunca supo pronunciar,
a pesar de que en la secundaria recibiera buena instrucción en el francés:
balbuceaba Julbec
o Juelebec.

Desde entonces,
comenzó a sentir una comezón todas las mañanas,
primero en el norte de la nuca,
como quien dice encima de la primera vértebra,
pero no en la piel,
sino adentro: precisamente encima de la primera vértebra.

El hombre siguió trabajando las jornadas de la semana,
pues
en cuanto acoplaba
su cuerpo con la computadora (su naturalizado instrumento de producción),
se olvidaba de esta incomodidad.

Días después -y exponencialmente- la comezón se multiplicó
por todo lo largo y ancho de su organismo,
pero para cuando llegó el momento en que
con todo el cuerpo abarcado por la picazón
nuestro hombre igualmente salió de su casa para ir al trabajo,
la catástrofe ya había estallado.

En el mismo vestíbulo
del edificio donde residía, los conserjes
habían levantado una barricada y
estropeado
los ascensores con las máquinas de aeróbica.

Las calles
estaban vacías, pero en cada esquina
había fogatas;
varios automóviles ardían en llamas, entre ellos
el de nuestro ex nihilista que aspiraba a ser banquero
(pero los bancos, por supuesto, también estaban destruidos).
Por doquiera que caminara, el hombre no veía a otros hombres,
sólo fuego y algunos rayados
que no dejaron de llamarle la atención:

"Nada tiene que ver la desesperación con la desesperación"
"El sol volverá, volverá"
"Yo nunca cuidé rebaños"

Derivando las horas más severas,
el hombre se descubrió, en la esquina de avenida Portugal con Santa Victoria,
ya sin la comezón que lo había estado consumiendo todo este tiempo.
Y sólo en ese instante, entendió,
segundos antes de caerse vivo
que la técnica sólo puede ser razón contra la vida
pero la presencia humana es infinitamente débil ante la fuerza

de lo que nunca dejará de estar presente: aquello que apenas podemos llamar
el mundo o la naturaleza.

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