viernes, 20 de octubre de 2017

fuy

La descomunal falta de escrúpulos del capitalismo chileno me exilió de la belleza natural del salto del huilohuilo con un inaceptable cobro de quince mil pesos, a lo que tenía que sumarle el traslado -que ya me había costado otros quince mil de bencina para el auto que me había conseguido prestado (un hyundai accent del '95)-, así que di marcha atrás (en realidad viré en U), retomando la ruta 203CH (la nomenclatura es del estado), dirigiéndome hasta el final de la misma, que desemboca en el embarcadero de puerto fuy, a orillas del lago pirihueico, donde recalan dos embarcaciones del tipo rollOn-rollOff, y al costado del cual se extiende una playa angosta de arenas grisáceas de unos 250 metros de largo, hacia el sur y luego al oriente, adentrándose entonces en un terreno dizque privado utilizado tanto para el pastoreo de vacuno como para la industria del pino insigne, pese a lo cual continué caminando, siempre por el borde del lago (si se aparecía algún guardián del propietario le diría que llame a la policía, y en caso de aparecer efectivos uniformados les diría que, al igual que las riberas de ríos y de las playas, los bordes de los lagos son bienes nacionales de uso público, y por tanto pertenecientes a todos los habitantes de la nación (la redacción es de la biblioteca del congreso)), hasta que un río de varios metros de ancho me impidió el paso, pero, adentrándome, a unos 100 metros, encontré un puente peatonal rústico hecho de troncos, el que me abrió paso hacia un sendero ancho, que atravesó una o dos plantaciones (había incluso un pequeño paño sembrado de eucalipto), acercándose y alejándose del borde del lago, hasta que comenzó a ascender levemente por el cerro (el lago está rodeado de altas colinas y despeñaderos), enangostándose a medida que avanzaba, mostrándose esplendorosa la selva fría, impresionándome con la variedad de hongos (blancos y como un disco pegados a la madera, rojos y gorditos como un caramelo, negros como un alga y con manchas rojas, voluminosos amarillos esféricos con círculos rojos: los digueñes), con los helechos (de hojas gruesas o bien increíblemente delgadas, casi todos mono pero algunos pocos sorprendentemente dicotiledóneos), con las especies arbóreas (enormes raulíes, robles y walles; no tan grande el olivo y el olivillo; matorrales muchas veces de menor tamaño que el helecho), siempre atento a los pajaritos (dos viuditas, varios picaflor chico, del chucao sólo el canto, del huedhued escuché el aleteo, las bandurrias sólo a lo lejos (no se adentran en bosques), el rayadito por doquier, un comesebo, la huala zambulléndose en el lago), lago que, al rato, se dejaba ver sólo entre los árboles, y el sendero se abrió en dos posibilidades, una se internaba en el cerro, la otra se mantenía cerca del lago, así que seguí siempre buscado la ribera, y aunque no volví a encontrar una playa como la del principio, pude caminar durante más de dos horas, rodeado siempre de espesa selva valdiviana, incluso encontré unas marcas indicando el sendero, seguramente, imaginé, a escondidas del "propietario" del lugar, y seguí así durante al menos dos codos del lago (que es angosto y largo, como el territorio dominado por el estado chileno), para acabar nuevamente en un río demasiado ancho para cruzarlo, lo que dio pie a que me sentara en la posición de loto, erguida la espalda, cerrados los ojos, dando curso a la respiración de cuatro tiempos (inspirar, sostener, expirar, sostener), tiempos que mantuve durante cuatro latidos del corazón para empezar, alcanzando durante unos minutos los ocho latidos.

Cuando abrí los ojos, la selva seguía ahí.

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