Aunque son apenas dos cuadras de caminata igual aprovecho de enchufarme los audífonos y darle play a alguna cancioncita que me ayude a odiar a mis empleadores, al sistema de gobierno neoliberal y a las autoridades que ostentan cargos dentro de la jurisdicción que habito. Odio especialmente a la Pepa Hoffman cuando los elektroduendes parten su disco del 84 con LA RIQUEZA TE RESTRIEGAN EN LA CARA, EL BIENESTAR EMPIEZA A UN METRO TUYO.
Por lo menos encontramos cómo vivir rodeados de este verdadero paraíso microurbano como es la localidad de Las Cruces. No he logrado del todo alienarme de las prácticas megaurbanas, y, además de los audífonos, me enchufo un pipazo en el chupete, aproximadamente 0,25 gramos de acapulco flow, que me ayudan a canalizar el odio hacia mi interior. Llegando a la playa saludo a mi empleador como si fuera un gran amigo y paso a la trastienda del local de alimentos chatarra envasados a cambiar mis vestimentas holgadas de colores apagados por el short y la polera amarillos fosforescentes que, además de una cruz roja y una vergonzosa bandera chilena , tienen estampada en letras rojas la palabra "salvavidas".
La verdad, tenemos algunas cosas en común con el empleador. Un pasado universitario, un odio creciente a las autoridades marítimas, y el consumo de marihuana, así que después de disfrazarme de salvavidas, nos enchufamos otros dos o tres pipazos cada uno y me voy a sentar en la torre de vigilancia, desde la cual simulo estar en permanente atención a las variantes de seguridad y a las condiciones del oleaje y las mareas. En realidad, la mayor parte del tiempo estoy cantando cancioncitas monótonas e improvisadas y contando los "trenes de olas", verificando incesantemente que las olas grandes vienen de a tres, de a cuatro, o de a cinco, y luego vienen tres, cuatro o cinco olas chicas, y así, cientos de veces todos los días, se suceden las olas grandes y las olas chicas en la playa de Las Cruces.
Cuando me aburro de contar olas, me enchufo un solo audífono y canto: me he estremecido ¿quién pagaría esto? Un escalofrío me recorre el cuerpo. Cuatro papeles rojos quedan en el recuerdo, y un sudor frío cada vez que lo cuento. De alguna forma estas canciones del punkrock español de los ochenta estuvieron muy presentes en las semanas que empecé a conocer al Bruslí. Ese ser despreciable que es mi empleador -lo llamaré Gonzalo para no usar a cada rato ese vocablo mercantil- me había avisado que venía el Bruslí a ayudarlo con unos trabajos en la terraza del kiosko, y la primera vez que lo vi estaba cortando unas tablas con un serrucho, actividad que parecía estar, ¿como decirlo? fuera de lugar, ahí, en medio de una concurrida playa del litoral central.
Lo miré trabajar desde la torre hasta que el Gonzalo me llamó por la radio, con el típico tonito de que íbamos a fumar. Accedí como siempre. Ya estaba medio atontado por el consumo, así que me puse la mascarilla negra, los lentes de sol, y el gorro legionario, salté a la arena como si me sintiera ágil, tomé las aletas que colgaban de la torre, y caminé fingiendo normalidad hasta la terraza del kiosko. Gonzalo se burlaba del Bruslí diciéndole "ooooh entonces así se construye una escalera", y mirándome con cara de complicidad, mientras don Brus le explicaba los detalles de su pequeño trabajo de carpintería. Era una escalerita de tres escalones para subir desde la arena hasta la terraza del kiosko. Para que quedara resistente y elegante, había decidido lijar a mano y barnizar con barniz transparente cada parte de la nueva escalera, pero Gonzalo lo encontraba ridículo o exagerado, y aunque lo dejaba trabajar como quisiera, se burlaba de él cada vez que le hablaba, no una burla directa con palabras, pero sí en su tono no costaba pero es que nada encontrar la burla. Bruslí o no se daba cuenta del tono burlesco o prefería ignorarlo. Bien por él. Yo, en cambio, me llenaba de odio pensando que Gonzalo había por fin encontrardo a alguien a quien humillar.
Era una tarde a principios de enero en la época prepandémica, y las multitudes todavía no se agolpaban en masa a la playa. El ritmo medio o medio-bajo de la jornada se había sentido muy tranquilo, y poco antes de alcanzar 9 horas cumpliendo funciones como empleado a cargo de la seguridad de la playa, me acerqué de nuevo al kiosko. El Bruslí ya tenía lista la primera de las tres escaleras que iba a construir esa semana, y estaba en la ventana de atención al público hablando animadamente con la esposa de Gonzalo, Marilyn, una mujer sin alma que, apenas me vio acercándome, me indicó con la mirada y el gesto que la acompañara a escuchar las ridiculeces que estaba hablando el viejo, o sea también se burlaba de él sin decirlo.
"Por cada haitiano, colombiano y venezolano que entra a Chile, la señora Bachelet está recibiendo (enumeraba con los dedos de una mano) pesetas españolas, francos suizos, libras esterlinas y rublos rusos". Obviamente no se había enterado de la inauguración de la zona euro hacía ya una o dos decadas, pero alegaba que, con tanto extranjero llegado al territorio, a los obreros no calificados como él les estaba costando demasiado encontrar trabajo. Y en verdá era cierto que la playa desbordaba de empleados haitianos sobre todo, y de comerciantes no formales (vendedores de frutillas con chocolate o latas de bebidas energéticas) de nacionalidad venezolana. Le comenté que, en todo caso, no se ven muchos colombianos en las playas del litoral, pero empezó un alegato de que en las colinas (así dijo: en "las colinas") de la comuna de San Antonio se estaba llenando de tomas de terreno lideradas por mafias colombianas.
Ya no me interesaba seguir escuchándolo. Era un caballero de más de 65 años, con la piel oscura de tanto exponerla al sol y los músculos duros y densos del trabajo obrero de toda una vida. O sea, eso me imaginaba yo. No había pasado ni veinte minutos en su presencia, pero su forma de expresarse (mas no las ideas que expresaba) me hablaban de una persona llena de ideas y proyectos. Había trabajado toda la tarde sin polera, con un pantalón corto de mezclilla. Su mirada profunda me alcanzó en cierto momento, se clavó a la mía, me atormentó varios instantes mirándome un ojo y luego otro, después miró mi ropita de salvavidas y dijo que él había sido el primer salvavidas de la playa de Las Cruces, en los años sesenta.
Había estado a hablando puras weás contra los hermanos inmigrantes latinoamericanos, pero de todas maneras traté que siguiera hablando de su experiencia como salvavidas. Se hacía el interesante, de todas maneras, porque, apenas vio en mi mirada las ganas de que siguiera hablando, se calló, empezó a ordenar sus pocas herramientas mirándome de reojo, y finalmente me dijo que tenía que irse hasta la otra semana porque viajaba esa tarde a Santiago, a cobrar su comisión valech. Así dijo, que iba a Santiago a cobrar su comisión valech.
Yo iba a preguntarle que cómo era eso, pero llegó el Gonzalo a finiquitar la conversación con un billete de 20 lucas que (lamentable situación) iluminó la cara del Bruslí con una sed de vino en caja que se vio reflejada en su sonrisa de dientes oscuros, y una incipiente ¿o controlada? rosácea que pareció brotar mágicamente en su nariz cuando aceptó al Andrés Bello.
"Este viejo culiao se va a ir directo a comprar un chimbombo de ron", me dijo la Marilyn mientras yo volvía a mis ropas oscuras y holgadas en la trastienda del local. Obviamente quería saber más del tema de la comisión Valech, así que le pregunté al Gonzalo. "Noooo, si este viejo se agarraba a balazos con los milicos, pero por ahí lo agarraron y la sacaron la cresta, ahí quedó medio weón poh". ¿O sea lo torturaron? "Puta parece que sí, pero nunca habla de eso". Ya y por qué le dicen Bruslí? "Así se dice él mismo, se pone una máscara de Bruce Lee, se gana en el paseo peatonal que hay en El Tabo, y hace un tremendo show con el linchaco". "Tiene montón de historias, y le gusta harto hablar, pero si le preguntai por los milicos te corta altiro, no habla de eso con nadie". Decidí buscar la ocasión de interrogarlo, aunque tendría que esperar hasta la próxima semana.
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