lunes, 16 de enero de 2017

pilpilenata

Una vez hubo la banca transnacional adquirido el terreno a nuestro nombre, a cambio de un tributo mensual virtualmente perpetuo, establecimos en una ceremonia inaugural el primer carolato del territorio dominado por el estado chileno, ocasión en la que tuve el honor de ser nombrado carolo por mis compañeros.

Ya establecido el carolato, es decir, cuando el huerto, la biblioteca, el cineclub y el temascal funcionaban a discresión, determinamos en asamblea el establecimiento de varias subdivisiones contradministrativas, donda cada cual tomaría el nombre de un ave, quedando fundadas dos chuquerías (cada una a cargo de un chucao), siete piranguerías (presididas por siete pirangas) y finalmente un territorio enorme pero infértil, que desde hacía tiempo llambábamos "el pilpilenato", quedó comandado como es lógico por un pilpilén.

La pilpilena utilizó durante meses un traje blanco y negro con piernas pálidas de un color tipo "pantie-media" y un bastón rojo doble con el que agujereaba la tierra en busca de tubérculos comestibles en el sector del huerto donde crecía jengibre salvaje, o en una zona que descubrimos fúngica y en la que empezamos a recolectar trufas. Con el tiempo adquirió incluso sensibilidad suficiente para detectar larvas, grillos y gusanos que empezamos a utilizar no sólo por su gran sabor y aporte nutritivo, sino también como elemento decorativo en nuestra gastronomía.

Resultó que un dia de abril, en tierras del pilpilenato, se presentó una bandada de bandurrias (eran cerca de cincuenta) declarando la fundación de una bandurrería que abarcaba al pilpilenato, desconociendo el liderazdo del carolo y exigiendo en consecuencia que se suspendieran las actividades de la biblioteca y del cineclub por considerarlas demasiado humanas para una organización con afán a-histórico y naturalista como la que se había declarado. En realidad buscaban refundar el carolato pero eliminando todo lo humano excepto el consumo de sustancias (y la vivencia de situaciones) alucinógenas.

La pilpilena defendía la idea de que el consumo de literatura se puede asimilar al de los alucinógenos, ya que te "transportan" a otras dimensiones del pensamiento, pero el bandurrión que administraba la guaripola y ejercía por tanto el liderazgo de la bandurrería declaraba buscar la separación de todo producto de origen industrial, lo que incluye necesariamente la imprenta. Decía:

"La bandurrería exige volver al tiempo remoto en que la gente era capaz de sobrevivir a su propia existencia, no sin la necesidad de mitos y ficciones, pero de seguro sin la basura producida por la industria. si gustáis tanto de todos aquellos relatos, ¡entonces aprendedlos de memoria!, pues exigiremos la clausura de cada planta de celulosa, la renuncia total al plástico, el fin absoluto de la industria de la tinta, y sobre todo que se cierran para siempre las fábricas de artículos electrónicos -aparatos infernales que sólo existen en el sentido de la obsolescencia programada. Que se extienda la palabra, el cuento y la leyenda; que reaparezca la conversación, la canción, volvamos a la rima, a la memoria, tallemos la roca o tal vez podamos escribir con señales de humo. Diremos nunca más al tiempo perdido en la inmovilidad forzoza de los cuerpos que exige la lectura. Lo urgente es alistarse para la guerra. "A fin de cuentas, siempre ha sido un grupo de soldados quienes han salvado a la civilización". Nosotros en cambio esperamos formar parte del operativo de combate que la destruya para siempre, en una venganza brutal".

Ante la claridad abrumadora de los argumentos expuestos, la pilpilena respondió:

"No habrá perdón, ni consideraciones de ningún tipo con quienes han convertido a la humanidad en lo que actualmente es, pero creemos que no nos habríamos podido enterar si no nos hubiéramos puesto al tanto de tal inmundicia. En mi pilpilenato se leerá a mario vargas y a gabriel garcía aunque hayan usado sus segundos apellidos para aparentarse aristócratas; se leerá a kurt vonnegut, a philip k. dick y a harry harrison aunque sean estadounidenses; se leerá a asimov aunque haya renunciado a la nacionalidad soviética; se leerá a knut hamsum aunque haya simpatizado con el nazismo; pero que quede claro que a ninguno perdonaremos. se leerá a Oé aunque haya aceptado el nóbel; nos sentiremos brasileños leyendo a lispector, a guimaraes, a buarque y a amado; nos sentiremos japoneses leyendo a soseki; nos sentiremos cubanos leyendo a hemingway o ingleses leyendo a golding. incluso nos podemos sentir fuera de este mundo leyendo a stanislaw lem. como máximo podríamos incluir la colección de best sellers de j.r.r.tolkien, pero déjenme decirles señores que jamás aceptaremos los mundos ridículos de la falsa literatura de verónica roth, ni de j.k.rowling, ni la falsa idea de "américa" de thomas harris, ni siquiera podría interesarnos la falsa escandinavia de jonas jonasson o de stieg larson. en mi pilpilenato sabremos discriminar. por tanto:

DESBANDURRIÁNDOTELA".

La disputa verbal discurría en términos similares cuando acudí en persona intentado utilizar mi calidad de carolo para calmar los ánimos, pero nada más ingresar al pilpilenato, una bandurria pequeña, casi un pichón, me atacó con la siguiente argumentación:

"La bandurrería declara inadmisible el género masculino en su territorio, no aceptaremos carolos ni pilpilenes, ni chucaos ni choroyes. Si desde el antiguo "carolato" (pronunciaba esta palabra con un desdén burlesco y despreciativo) quieren dialogar, no les quedará más remedio que enviar un piranga".

Por suerte, las pirangas seguían leales al carolato -aunque lo llamaban "la carolada", y a mí, "la carola"-, por tanto acudieron al diálogo presentado una propuesta como la que sigue:

"Sin ánimos de polemizar con neologismos como desbandurriándotela o desbandurrizándotela, traemos ante la discordia la idea inicial de declararla falsa, poniendo en primeros términos la necesidad de seguir perteneciendo al mismo núcleo de organizaciones, seguir contradministrando nuestros territorios, y no poner impedimentos para la libre determinación de los individuos y colectividades que habiten nuestra siempre fértil carolada. Coincidimos en la necesidad de acabar con la industria, pero nuestra literatura se administrará desde la artesanía y jamás podremos esperar que alguien en su sana razón utilice los mismos métodos destructivos que utilizaremos para destruir la industria con nuestras artesanías literarias. La idea de los anarquistas de chicago que en la década de 1880 planteaban que la sociedad no es "complex enough" se fundamenta, creemos, en que el pensamiento masivo no ha reconocido como propias las ideas que a nosotros nos inspiran tanta felicidad. Si bien el regreso al mundo es una necesidad, llegará el momento en que nos veremos obligados a emprender el arduo camino de la educación, la propaganda, el graffiti y el muralismo, fuera de los límites de la carolada, donde no se escuche al viento ni se observan las estrellas para guiarse en los caminos. La carolada será entonces una fuente de inspiración para naturalistas de todo el subcontinente, vendrán a aprender técnicas de reciclaje de papel, de producción sustentable de tintas, realizaremos por fin el soñado taller llamado "compostaje y propaganda antiimperialista". La bandurria que proponga acabar con la biblioteca está buscando deshacer estos sueños y por lo tanto la declararemos nuestra enemiga, aunque no es lo que deseamos. En todo caso, nosotros también estamos

DESENBANDURRIZÁNDOTELA".

Lejos de callar, el bandurriaje alzó vuelo y comenzó un graznar ensordecedor que duró varios minutos. El pichón que me había increpado anteriormente bajó a informarnos que estaban en asamblea para que por favor esperáramos sin sobrevolar la zona. En el aire, las bandurrias argumentaban con mucho ímpetu y eran muchos los pajaritos que adherían con sus ideas. Se me acercaban los chucaos, los hued-hued, apuntaban con el dedo a pájaros que surcaban el cielo y me decían "mira, ese se acaba de enbandurriar, ese de allá también se está enbandurrizando". Y desde la tierra se podían ver zorzales, chincoles, chunchos incluso, usando unas aparatosas máscaras que querían imitar el pico curvo del bandurrión. Paraba por ejemplo una bandada de lechuzas llamando a coro a la desenbandurrización y un coro de queltehues les respondía exigiendo la inmediata despilpilenización del territorio. La situación, es evidente, era caótica.

Aunque muchas colectividades seguían comprometidas con el funcionamiento de la contradministración, es decir, se seguía produciendo comida en las huertas y los piños zen seguían cocinando para todos, todos los días, gran parte de las jornadas se perdían en larguísimas discusiones y disputas, a veces violentas, entre quienes aseguraban que la bandurria destruía la organización y quienes pensaban que seguir funcionando en la carolada nos iba a conducir a un inútil y acalorado letargo.

Los llamados piños zen llegaron poco antes de que comenzara la querella bandúrrica ofreciendo sus servicios de cocina a cambio de espacio para dormir y de un pequeño terreno en el que construyeron un templo donde pasaban largas horas en silencio sin comer nada. Se trataba de un grupo heterogéneo de aves, entre las que destacaban varias especies de rapaces altoandinas como el traro, el carancho negro y los caracaras, pero donde se encontraban también todo tipo de passeiformes y una que otra pelágica, como la familia de yuncos y una pareja de petreles moteados. Fueron estos piños los que encausaron de nuevo los rumbos de la carolada, en ningún caso héroes de nadie.

Fundaron, eso sí, una escuelita con vocación de laboratorio humanístico y agroecológico. En un momento en que la querella de las bandurrias tenía al territorio sumido en una desorganización general y al borde de la autodestrucción, la Escuelita Arrayán Armado lanzó una serie de fanzines donde planteaban la necesidad de olvidar la historia, olvidar tal vez el idioma, olvidar en especial la propiedad, con la esperanza de vivir como animales, en simbiosis con la vida, habitando espacios sin sentirlos nunca propios, o sintiéndolo todo propio. Vivir cual ciempiés, cual pajarito.

La idea de vivir verdaderamente como animales y ya no como humanos sustentables atrajo la atención de todo pájaro en general y de casi todos los pájaros en particular. Personalmente en mi posición acarolada acepté de buena gana las propuestas de la última página del fanzine "Destruir la propia identidad" cuando lanzaban una imprecación final contra las bandurrias diciéndoles:

"Con el cara de indio, con el salvaje salvajemente orgulloso, con la progenitora valiente, con el comandante sin talento, con la ingenuidad viva, con la muerte vigilante, con la última oportunidad perdiéndose entre las manos, sin ninguna posibilidad, olvidándonos de la supervivencia individual, todos en uno mismo y todos en el mismo sentido, sin lamento en el pasado, sin expectativas en el futuro, derecho y recto con rabia y odio, hambrientos de saltar al frente, si es necesario destruirlo todo, si es necesario destruir el presente, si es necesario seremos razonables y destruiremos incluso el pensamiento".

La idea creció rápidamente. Se fue desmoronando todo. La biblioteca ya había sufrido ataques de tipo terrorista por los grupos más violentos de la bandurrería. Los libros que quedaban fueron pudriéndose, sus hojas arrancadas por el viento. Las películas del cineclub se perdieron. Se decía que fueron ladrones de la cuidad. La construcción de barro del temascal cedió al poco tiempo. Nadie reparaba en nada, nos quedábamos mirando el infinito o haciéndonos cariño entre nosotros. En invierno nos gusta sentir el calor de los otros, apretujar nuestras pieles. En verano nos subimos a los árboles a tomar el fresco. Comemos fruta. A veces nos preocupamos del huerto, sacamos lechuga, coliflores que comemos a mascadas. Ya no hay construcciones, pernoctamos en nuestra cueva, al pie de una quebrada. Somos animales, no reparamos en nada, aunque a veces guardamos papas, tubérculos que crecen nativos por ahí.

Éramos finalmente perfectos, plenos y pletóricos de vida. Llevábamos nuestras desnudeces con gran orgullo. Recorríamos nuestro territorio de punta a punta sin siquiera darnos cuenta. La comida abundaba. Nunca abandonamos la necesidad de la experiencia mística, experimentando una por una con todas las plantas de los alrededores. Las mejores drogas de diseño, decían los zen, eran las diseñadas por la tierra.

Pero no buscábamos perfección, buscábamos vida. Organizamos entonces una ceremonia, la ceremonia de la vida, la ceremonia donde entregaríamos para siempre nuestro diálogo interno a la eternidad. Encendimos una gran hoguera con madera muerta que arrastramos durante semanas hasta el lugar de poder. La energía era tan potente como para quemarte la cara. Los urcos decían que iban a contar todo, que esta vida no se podía vivir. Pero entre las bandurrias y los zen los espantaban con aletazos y los pajaritos de ojos rojos se quedaban revoloteando alrededor. Aunque hubo uno, sí, hubo uno que habló.

Había hablando antes. Decían que se iba volando de brujo en brujo, de brujo en brujo el urco, contando cómo vivíamos, lo que hacíamos aquí, en esto que ya no era una comunidad. En esto, que ya no era vida. A nosotros esas ideas nos gustaban, dejar de ser humano, dejar de vivir. Esto es mejor que la muerte, mejor que la vida, somo parte absoluta de todo y vamos a entregarnos, en la ceremonia de la vida, vamos con una gran hoguera con cóndores, sí, eso es, vamos a invitar a los cóndores a esta gran hoguera y vamos a pasar a ser parte del todo.

Pero el urco habló. El urco le habló a la policía, que viene, que se acerca, la policía que nos va a obligar a vivir de nuevo como hombres, como mujeres. El urco llegó a la ceremonia, tenemos la hoguera prendida y él nos está diciendo que somos una secta, que no nos va a dejar cometer estos crímenes, que nos denunció a la policía y que ésta policía viene con la prensa, que nos vamos a ir todos a una cárcel. Que no va a dejar que pase nada.

En ese momento le grité. No sé por qué elegí esas palabras, pero le grité "¡El pilpilén soy yo!", cosa por cierto falsa, ya que nunca ostenté ese cargo. Le grité "¡El pilpilén soy yo!" y saltamos. Saltaron conmigo todas las pirangas. Saltaron dos o tres zarapitos, algún martín pescador y casi ninguna tenca. Saltaron 17 albatroz y más de mil quinientos gaviotines diversos que parecían un enjambre. Las bandurrias mandaron sólo a los niños pequeños. Tres chucao hembras entraron en último lugar a la hoguera, cuando efectivos armados irrumpieron en lo que alguna vez había sido el carolato. Este territorio sagrado que vemos ahora desde lejos, desde lejos y desde esta bandada que se aleja en la oscuridad, hambrienta de nuevas luces, ávida de universos, en un día indiscreto, torpe, huyendo siempre de la mirada de otros, en busca ahora de un sol, no importa si llora, un sol de llantos si se quiere, buscando dónde algún día poder alumbrar.

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