exponerse
servirse de lo público
desatender cualquier interés individual
posicionarse respecto a lo no-humano
dar cuenta de cualquier error
establecer conexiones permanentes
igualar la sensación de tu infancia
morder el polvo
recuperar el ridículo
inundar las avenidas con arsénico
destruir la estela de lo humano
martes, 17 de enero de 2017
lunes, 16 de enero de 2017
pilpilenata
Una vez hubo la banca transnacional adquirido el terreno a nuestro nombre, a cambio de un tributo mensual virtualmente perpetuo, establecimos en una ceremonia inaugural el primer carolato del territorio dominado por el estado chileno, ocasión en la que tuve el honor de ser nombrado carolo por mis compañeros.
Ya establecido el carolato, es decir, cuando el huerto, la biblioteca, el cineclub y el temascal funcionaban a discresión, determinamos en asamblea el establecimiento de varias subdivisiones contradministrativas, donda cada cual tomaría el nombre de un ave, quedando fundadas dos chuquerías (cada una a cargo de un chucao), siete piranguerías (presididas por siete pirangas) y finalmente un territorio enorme pero infértil, que desde hacía tiempo llambábamos "el pilpilenato", quedó comandado como es lógico por un pilpilén.
La pilpilena utilizó durante meses un traje blanco y negro con piernas pálidas de un color tipo "pantie-media" y un bastón rojo doble con el que agujereaba la tierra en busca de tubérculos comestibles en el sector del huerto donde crecía jengibre salvaje, o en una zona que descubrimos fúngica y en la que empezamos a recolectar trufas. Con el tiempo adquirió incluso sensibilidad suficiente para detectar larvas, grillos y gusanos que empezamos a utilizar no sólo por su gran sabor y aporte nutritivo, sino también como elemento decorativo en nuestra gastronomía.
Resultó que un dia de abril, en tierras del pilpilenato, se presentó una bandada de bandurrias (eran cerca de cincuenta) declarando la fundación de una bandurrería que abarcaba al pilpilenato, desconociendo el liderazdo del carolo y exigiendo en consecuencia que se suspendieran las actividades de la biblioteca y del cineclub por considerarlas demasiado humanas para una organización con afán a-histórico y naturalista como la que se había declarado. En realidad buscaban refundar el carolato pero eliminando todo lo humano excepto el consumo de sustancias (y la vivencia de situaciones) alucinógenas.
La pilpilena defendía la idea de que el consumo de literatura se puede asimilar al de los alucinógenos, ya que te "transportan" a otras dimensiones del pensamiento, pero el bandurrión que administraba la guaripola y ejercía por tanto el liderazgo de la bandurrería declaraba buscar la separación de todo producto de origen industrial, lo que incluye necesariamente la imprenta. Decía:
"La bandurrería exige volver al tiempo remoto en que la gente era capaz de sobrevivir a su propia existencia, no sin la necesidad de mitos y ficciones, pero de seguro sin la basura producida por la industria. si gustáis tanto de todos aquellos relatos, ¡entonces aprendedlos de memoria!, pues exigiremos la clausura de cada planta de celulosa, la renuncia total al plástico, el fin absoluto de la industria de la tinta, y sobre todo que se cierran para siempre las fábricas de artículos electrónicos -aparatos infernales que sólo existen en el sentido de la obsolescencia programada. Que se extienda la palabra, el cuento y la leyenda; que reaparezca la conversación, la canción, volvamos a la rima, a la memoria, tallemos la roca o tal vez podamos escribir con señales de humo. Diremos nunca más al tiempo perdido en la inmovilidad forzoza de los cuerpos que exige la lectura. Lo urgente es alistarse para la guerra. "A fin de cuentas, siempre ha sido un grupo de soldados quienes han salvado a la civilización". Nosotros en cambio esperamos formar parte del operativo de combate que la destruya para siempre, en una venganza brutal".
Ante la claridad abrumadora de los argumentos expuestos, la pilpilena respondió:
"No habrá perdón, ni consideraciones de ningún tipo con quienes han convertido a la humanidad en lo que actualmente es, pero creemos que no nos habríamos podido enterar si no nos hubiéramos puesto al tanto de tal inmundicia. En mi pilpilenato se leerá a mario vargas y a gabriel garcía aunque hayan usado sus segundos apellidos para aparentarse aristócratas; se leerá a kurt vonnegut, a philip k. dick y a harry harrison aunque sean estadounidenses; se leerá a asimov aunque haya renunciado a la nacionalidad soviética; se leerá a knut hamsum aunque haya simpatizado con el nazismo; pero que quede claro que a ninguno perdonaremos. se leerá a Oé aunque haya aceptado el nóbel; nos sentiremos brasileños leyendo a lispector, a guimaraes, a buarque y a amado; nos sentiremos japoneses leyendo a soseki; nos sentiremos cubanos leyendo a hemingway o ingleses leyendo a golding. incluso nos podemos sentir fuera de este mundo leyendo a stanislaw lem. como máximo podríamos incluir la colección de best sellers de j.r.r.tolkien, pero déjenme decirles señores que jamás aceptaremos los mundos ridículos de la falsa literatura de verónica roth, ni de j.k.rowling, ni la falsa idea de "américa" de thomas harris, ni siquiera podría interesarnos la falsa escandinavia de jonas jonasson o de stieg larson. en mi pilpilenato sabremos discriminar. por tanto:
DESBANDURRIÁNDOTELA".
La disputa verbal discurría en términos similares cuando acudí en persona intentado utilizar mi calidad de carolo para calmar los ánimos, pero nada más ingresar al pilpilenato, una bandurria pequeña, casi un pichón, me atacó con la siguiente argumentación:
"La bandurrería declara inadmisible el género masculino en su territorio, no aceptaremos carolos ni pilpilenes, ni chucaos ni choroyes. Si desde el antiguo "carolato" (pronunciaba esta palabra con un desdén burlesco y despreciativo) quieren dialogar, no les quedará más remedio que enviar un piranga".
Por suerte, las pirangas seguían leales al carolato -aunque lo llamaban "la carolada", y a mí, "la carola"-, por tanto acudieron al diálogo presentado una propuesta como la que sigue:
"Sin ánimos de polemizar con neologismos como desbandurriándotela o desbandurrizándotela, traemos ante la discordia la idea inicial de declararla falsa, poniendo en primeros términos la necesidad de seguir perteneciendo al mismo núcleo de organizaciones, seguir contradministrando nuestros territorios, y no poner impedimentos para la libre determinación de los individuos y colectividades que habiten nuestra siempre fértil carolada. Coincidimos en la necesidad de acabar con la industria, pero nuestra literatura se administrará desde la artesanía y jamás podremos esperar que alguien en su sana razón utilice los mismos métodos destructivos que utilizaremos para destruir la industria con nuestras artesanías literarias. La idea de los anarquistas de chicago que en la década de 1880 planteaban que la sociedad no es "complex enough" se fundamenta, creemos, en que el pensamiento masivo no ha reconocido como propias las ideas que a nosotros nos inspiran tanta felicidad. Si bien el regreso al mundo es una necesidad, llegará el momento en que nos veremos obligados a emprender el arduo camino de la educación, la propaganda, el graffiti y el muralismo, fuera de los límites de la carolada, donde no se escuche al viento ni se observan las estrellas para guiarse en los caminos. La carolada será entonces una fuente de inspiración para naturalistas de todo el subcontinente, vendrán a aprender técnicas de reciclaje de papel, de producción sustentable de tintas, realizaremos por fin el soñado taller llamado "compostaje y propaganda antiimperialista". La bandurria que proponga acabar con la biblioteca está buscando deshacer estos sueños y por lo tanto la declararemos nuestra enemiga, aunque no es lo que deseamos. En todo caso, nosotros también estamos
DESENBANDURRIZÁNDOTELA".
Lejos de callar, el bandurriaje alzó vuelo y comenzó un graznar ensordecedor que duró varios minutos. El pichón que me había increpado anteriormente bajó a informarnos que estaban en asamblea para que por favor esperáramos sin sobrevolar la zona. En el aire, las bandurrias argumentaban con mucho ímpetu y eran muchos los pajaritos que adherían con sus ideas. Se me acercaban los chucaos, los hued-hued, apuntaban con el dedo a pájaros que surcaban el cielo y me decían "mira, ese se acaba de enbandurriar, ese de allá también se está enbandurrizando". Y desde la tierra se podían ver zorzales, chincoles, chunchos incluso, usando unas aparatosas máscaras que querían imitar el pico curvo del bandurrión. Paraba por ejemplo una bandada de lechuzas llamando a coro a la desenbandurrización y un coro de queltehues les respondía exigiendo la inmediata despilpilenización del territorio. La situación, es evidente, era caótica.
Aunque muchas colectividades seguían comprometidas con el funcionamiento de la contradministración, es decir, se seguía produciendo comida en las huertas y los piños zen seguían cocinando para todos, todos los días, gran parte de las jornadas se perdían en larguísimas discusiones y disputas, a veces violentas, entre quienes aseguraban que la bandurria destruía la organización y quienes pensaban que seguir funcionando en la carolada nos iba a conducir a un inútil y acalorado letargo.
Los llamados piños zen llegaron poco antes de que comenzara la querella bandúrrica ofreciendo sus servicios de cocina a cambio de espacio para dormir y de un pequeño terreno en el que construyeron un templo donde pasaban largas horas en silencio sin comer nada. Se trataba de un grupo heterogéneo de aves, entre las que destacaban varias especies de rapaces altoandinas como el traro, el carancho negro y los caracaras, pero donde se encontraban también todo tipo de passeiformes y una que otra pelágica, como la familia de yuncos y una pareja de petreles moteados. Fueron estos piños los que encausaron de nuevo los rumbos de la carolada, en ningún caso héroes de nadie.
Fundaron, eso sí, una escuelita con vocación de laboratorio humanístico y agroecológico. En un momento en que la querella de las bandurrias tenía al territorio sumido en una desorganización general y al borde de la autodestrucción, la Escuelita Arrayán Armado lanzó una serie de fanzines donde planteaban la necesidad de olvidar la historia, olvidar tal vez el idioma, olvidar en especial la propiedad, con la esperanza de vivir como animales, en simbiosis con la vida, habitando espacios sin sentirlos nunca propios, o sintiéndolo todo propio. Vivir cual ciempiés, cual pajarito.
La idea de vivir verdaderamente como animales y ya no como humanos sustentables atrajo la atención de todo pájaro en general y de casi todos los pájaros en particular. Personalmente en mi posición acarolada acepté de buena gana las propuestas de la última página del fanzine "Destruir la propia identidad" cuando lanzaban una imprecación final contra las bandurrias diciéndoles:
"Con el cara de indio, con el salvaje salvajemente orgulloso, con la progenitora valiente, con el comandante sin talento, con la ingenuidad viva, con la muerte vigilante, con la última oportunidad perdiéndose entre las manos, sin ninguna posibilidad, olvidándonos de la supervivencia individual, todos en uno mismo y todos en el mismo sentido, sin lamento en el pasado, sin expectativas en el futuro, derecho y recto con rabia y odio, hambrientos de saltar al frente, si es necesario destruirlo todo, si es necesario destruir el presente, si es necesario seremos razonables y destruiremos incluso el pensamiento".
La idea creció rápidamente. Se fue desmoronando todo. La biblioteca ya había sufrido ataques de tipo terrorista por los grupos más violentos de la bandurrería. Los libros que quedaban fueron pudriéndose, sus hojas arrancadas por el viento. Las películas del cineclub se perdieron. Se decía que fueron ladrones de la cuidad. La construcción de barro del temascal cedió al poco tiempo. Nadie reparaba en nada, nos quedábamos mirando el infinito o haciéndonos cariño entre nosotros. En invierno nos gusta sentir el calor de los otros, apretujar nuestras pieles. En verano nos subimos a los árboles a tomar el fresco. Comemos fruta. A veces nos preocupamos del huerto, sacamos lechuga, coliflores que comemos a mascadas. Ya no hay construcciones, pernoctamos en nuestra cueva, al pie de una quebrada. Somos animales, no reparamos en nada, aunque a veces guardamos papas, tubérculos que crecen nativos por ahí.
Éramos finalmente perfectos, plenos y pletóricos de vida. Llevábamos nuestras desnudeces con gran orgullo. Recorríamos nuestro territorio de punta a punta sin siquiera darnos cuenta. La comida abundaba. Nunca abandonamos la necesidad de la experiencia mística, experimentando una por una con todas las plantas de los alrededores. Las mejores drogas de diseño, decían los zen, eran las diseñadas por la tierra.
Pero no buscábamos perfección, buscábamos vida. Organizamos entonces una ceremonia, la ceremonia de la vida, la ceremonia donde entregaríamos para siempre nuestro diálogo interno a la eternidad. Encendimos una gran hoguera con madera muerta que arrastramos durante semanas hasta el lugar de poder. La energía era tan potente como para quemarte la cara. Los urcos decían que iban a contar todo, que esta vida no se podía vivir. Pero entre las bandurrias y los zen los espantaban con aletazos y los pajaritos de ojos rojos se quedaban revoloteando alrededor. Aunque hubo uno, sí, hubo uno que habló.
Había hablando antes. Decían que se iba volando de brujo en brujo, de brujo en brujo el urco, contando cómo vivíamos, lo que hacíamos aquí, en esto que ya no era una comunidad. En esto, que ya no era vida. A nosotros esas ideas nos gustaban, dejar de ser humano, dejar de vivir. Esto es mejor que la muerte, mejor que la vida, somo parte absoluta de todo y vamos a entregarnos, en la ceremonia de la vida, vamos con una gran hoguera con cóndores, sí, eso es, vamos a invitar a los cóndores a esta gran hoguera y vamos a pasar a ser parte del todo.
Pero el urco habló. El urco le habló a la policía, que viene, que se acerca, la policía que nos va a obligar a vivir de nuevo como hombres, como mujeres. El urco llegó a la ceremonia, tenemos la hoguera prendida y él nos está diciendo que somos una secta, que no nos va a dejar cometer estos crímenes, que nos denunció a la policía y que ésta policía viene con la prensa, que nos vamos a ir todos a una cárcel. Que no va a dejar que pase nada.
En ese momento le grité. No sé por qué elegí esas palabras, pero le grité "¡El pilpilén soy yo!", cosa por cierto falsa, ya que nunca ostenté ese cargo. Le grité "¡El pilpilén soy yo!" y saltamos. Saltaron conmigo todas las pirangas. Saltaron dos o tres zarapitos, algún martín pescador y casi ninguna tenca. Saltaron 17 albatroz y más de mil quinientos gaviotines diversos que parecían un enjambre. Las bandurrias mandaron sólo a los niños pequeños. Tres chucao hembras entraron en último lugar a la hoguera, cuando efectivos armados irrumpieron en lo que alguna vez había sido el carolato. Este territorio sagrado que vemos ahora desde lejos, desde lejos y desde esta bandada que se aleja en la oscuridad, hambrienta de nuevas luces, ávida de universos, en un día indiscreto, torpe, huyendo siempre de la mirada de otros, en busca ahora de un sol, no importa si llora, un sol de llantos si se quiere, buscando dónde algún día poder alumbrar.
Ya establecido el carolato, es decir, cuando el huerto, la biblioteca, el cineclub y el temascal funcionaban a discresión, determinamos en asamblea el establecimiento de varias subdivisiones contradministrativas, donda cada cual tomaría el nombre de un ave, quedando fundadas dos chuquerías (cada una a cargo de un chucao), siete piranguerías (presididas por siete pirangas) y finalmente un territorio enorme pero infértil, que desde hacía tiempo llambábamos "el pilpilenato", quedó comandado como es lógico por un pilpilén.
La pilpilena utilizó durante meses un traje blanco y negro con piernas pálidas de un color tipo "pantie-media" y un bastón rojo doble con el que agujereaba la tierra en busca de tubérculos comestibles en el sector del huerto donde crecía jengibre salvaje, o en una zona que descubrimos fúngica y en la que empezamos a recolectar trufas. Con el tiempo adquirió incluso sensibilidad suficiente para detectar larvas, grillos y gusanos que empezamos a utilizar no sólo por su gran sabor y aporte nutritivo, sino también como elemento decorativo en nuestra gastronomía.
Resultó que un dia de abril, en tierras del pilpilenato, se presentó una bandada de bandurrias (eran cerca de cincuenta) declarando la fundación de una bandurrería que abarcaba al pilpilenato, desconociendo el liderazdo del carolo y exigiendo en consecuencia que se suspendieran las actividades de la biblioteca y del cineclub por considerarlas demasiado humanas para una organización con afán a-histórico y naturalista como la que se había declarado. En realidad buscaban refundar el carolato pero eliminando todo lo humano excepto el consumo de sustancias (y la vivencia de situaciones) alucinógenas.
La pilpilena defendía la idea de que el consumo de literatura se puede asimilar al de los alucinógenos, ya que te "transportan" a otras dimensiones del pensamiento, pero el bandurrión que administraba la guaripola y ejercía por tanto el liderazgo de la bandurrería declaraba buscar la separación de todo producto de origen industrial, lo que incluye necesariamente la imprenta. Decía:
"La bandurrería exige volver al tiempo remoto en que la gente era capaz de sobrevivir a su propia existencia, no sin la necesidad de mitos y ficciones, pero de seguro sin la basura producida por la industria. si gustáis tanto de todos aquellos relatos, ¡entonces aprendedlos de memoria!, pues exigiremos la clausura de cada planta de celulosa, la renuncia total al plástico, el fin absoluto de la industria de la tinta, y sobre todo que se cierran para siempre las fábricas de artículos electrónicos -aparatos infernales que sólo existen en el sentido de la obsolescencia programada. Que se extienda la palabra, el cuento y la leyenda; que reaparezca la conversación, la canción, volvamos a la rima, a la memoria, tallemos la roca o tal vez podamos escribir con señales de humo. Diremos nunca más al tiempo perdido en la inmovilidad forzoza de los cuerpos que exige la lectura. Lo urgente es alistarse para la guerra. "A fin de cuentas, siempre ha sido un grupo de soldados quienes han salvado a la civilización". Nosotros en cambio esperamos formar parte del operativo de combate que la destruya para siempre, en una venganza brutal".
Ante la claridad abrumadora de los argumentos expuestos, la pilpilena respondió:
"No habrá perdón, ni consideraciones de ningún tipo con quienes han convertido a la humanidad en lo que actualmente es, pero creemos que no nos habríamos podido enterar si no nos hubiéramos puesto al tanto de tal inmundicia. En mi pilpilenato se leerá a mario vargas y a gabriel garcía aunque hayan usado sus segundos apellidos para aparentarse aristócratas; se leerá a kurt vonnegut, a philip k. dick y a harry harrison aunque sean estadounidenses; se leerá a asimov aunque haya renunciado a la nacionalidad soviética; se leerá a knut hamsum aunque haya simpatizado con el nazismo; pero que quede claro que a ninguno perdonaremos. se leerá a Oé aunque haya aceptado el nóbel; nos sentiremos brasileños leyendo a lispector, a guimaraes, a buarque y a amado; nos sentiremos japoneses leyendo a soseki; nos sentiremos cubanos leyendo a hemingway o ingleses leyendo a golding. incluso nos podemos sentir fuera de este mundo leyendo a stanislaw lem. como máximo podríamos incluir la colección de best sellers de j.r.r.tolkien, pero déjenme decirles señores que jamás aceptaremos los mundos ridículos de la falsa literatura de verónica roth, ni de j.k.rowling, ni la falsa idea de "américa" de thomas harris, ni siquiera podría interesarnos la falsa escandinavia de jonas jonasson o de stieg larson. en mi pilpilenato sabremos discriminar. por tanto:
DESBANDURRIÁNDOTELA".
La disputa verbal discurría en términos similares cuando acudí en persona intentado utilizar mi calidad de carolo para calmar los ánimos, pero nada más ingresar al pilpilenato, una bandurria pequeña, casi un pichón, me atacó con la siguiente argumentación:
"La bandurrería declara inadmisible el género masculino en su territorio, no aceptaremos carolos ni pilpilenes, ni chucaos ni choroyes. Si desde el antiguo "carolato" (pronunciaba esta palabra con un desdén burlesco y despreciativo) quieren dialogar, no les quedará más remedio que enviar un piranga".
Por suerte, las pirangas seguían leales al carolato -aunque lo llamaban "la carolada", y a mí, "la carola"-, por tanto acudieron al diálogo presentado una propuesta como la que sigue:
"Sin ánimos de polemizar con neologismos como desbandurriándotela o desbandurrizándotela, traemos ante la discordia la idea inicial de declararla falsa, poniendo en primeros términos la necesidad de seguir perteneciendo al mismo núcleo de organizaciones, seguir contradministrando nuestros territorios, y no poner impedimentos para la libre determinación de los individuos y colectividades que habiten nuestra siempre fértil carolada. Coincidimos en la necesidad de acabar con la industria, pero nuestra literatura se administrará desde la artesanía y jamás podremos esperar que alguien en su sana razón utilice los mismos métodos destructivos que utilizaremos para destruir la industria con nuestras artesanías literarias. La idea de los anarquistas de chicago que en la década de 1880 planteaban que la sociedad no es "complex enough" se fundamenta, creemos, en que el pensamiento masivo no ha reconocido como propias las ideas que a nosotros nos inspiran tanta felicidad. Si bien el regreso al mundo es una necesidad, llegará el momento en que nos veremos obligados a emprender el arduo camino de la educación, la propaganda, el graffiti y el muralismo, fuera de los límites de la carolada, donde no se escuche al viento ni se observan las estrellas para guiarse en los caminos. La carolada será entonces una fuente de inspiración para naturalistas de todo el subcontinente, vendrán a aprender técnicas de reciclaje de papel, de producción sustentable de tintas, realizaremos por fin el soñado taller llamado "compostaje y propaganda antiimperialista". La bandurria que proponga acabar con la biblioteca está buscando deshacer estos sueños y por lo tanto la declararemos nuestra enemiga, aunque no es lo que deseamos. En todo caso, nosotros también estamos
DESENBANDURRIZÁNDOTELA".
Lejos de callar, el bandurriaje alzó vuelo y comenzó un graznar ensordecedor que duró varios minutos. El pichón que me había increpado anteriormente bajó a informarnos que estaban en asamblea para que por favor esperáramos sin sobrevolar la zona. En el aire, las bandurrias argumentaban con mucho ímpetu y eran muchos los pajaritos que adherían con sus ideas. Se me acercaban los chucaos, los hued-hued, apuntaban con el dedo a pájaros que surcaban el cielo y me decían "mira, ese se acaba de enbandurriar, ese de allá también se está enbandurrizando". Y desde la tierra se podían ver zorzales, chincoles, chunchos incluso, usando unas aparatosas máscaras que querían imitar el pico curvo del bandurrión. Paraba por ejemplo una bandada de lechuzas llamando a coro a la desenbandurrización y un coro de queltehues les respondía exigiendo la inmediata despilpilenización del territorio. La situación, es evidente, era caótica.
Aunque muchas colectividades seguían comprometidas con el funcionamiento de la contradministración, es decir, se seguía produciendo comida en las huertas y los piños zen seguían cocinando para todos, todos los días, gran parte de las jornadas se perdían en larguísimas discusiones y disputas, a veces violentas, entre quienes aseguraban que la bandurria destruía la organización y quienes pensaban que seguir funcionando en la carolada nos iba a conducir a un inútil y acalorado letargo.
Los llamados piños zen llegaron poco antes de que comenzara la querella bandúrrica ofreciendo sus servicios de cocina a cambio de espacio para dormir y de un pequeño terreno en el que construyeron un templo donde pasaban largas horas en silencio sin comer nada. Se trataba de un grupo heterogéneo de aves, entre las que destacaban varias especies de rapaces altoandinas como el traro, el carancho negro y los caracaras, pero donde se encontraban también todo tipo de passeiformes y una que otra pelágica, como la familia de yuncos y una pareja de petreles moteados. Fueron estos piños los que encausaron de nuevo los rumbos de la carolada, en ningún caso héroes de nadie.
Fundaron, eso sí, una escuelita con vocación de laboratorio humanístico y agroecológico. En un momento en que la querella de las bandurrias tenía al territorio sumido en una desorganización general y al borde de la autodestrucción, la Escuelita Arrayán Armado lanzó una serie de fanzines donde planteaban la necesidad de olvidar la historia, olvidar tal vez el idioma, olvidar en especial la propiedad, con la esperanza de vivir como animales, en simbiosis con la vida, habitando espacios sin sentirlos nunca propios, o sintiéndolo todo propio. Vivir cual ciempiés, cual pajarito.
La idea de vivir verdaderamente como animales y ya no como humanos sustentables atrajo la atención de todo pájaro en general y de casi todos los pájaros en particular. Personalmente en mi posición acarolada acepté de buena gana las propuestas de la última página del fanzine "Destruir la propia identidad" cuando lanzaban una imprecación final contra las bandurrias diciéndoles:
"Con el cara de indio, con el salvaje salvajemente orgulloso, con la progenitora valiente, con el comandante sin talento, con la ingenuidad viva, con la muerte vigilante, con la última oportunidad perdiéndose entre las manos, sin ninguna posibilidad, olvidándonos de la supervivencia individual, todos en uno mismo y todos en el mismo sentido, sin lamento en el pasado, sin expectativas en el futuro, derecho y recto con rabia y odio, hambrientos de saltar al frente, si es necesario destruirlo todo, si es necesario destruir el presente, si es necesario seremos razonables y destruiremos incluso el pensamiento".
La idea creció rápidamente. Se fue desmoronando todo. La biblioteca ya había sufrido ataques de tipo terrorista por los grupos más violentos de la bandurrería. Los libros que quedaban fueron pudriéndose, sus hojas arrancadas por el viento. Las películas del cineclub se perdieron. Se decía que fueron ladrones de la cuidad. La construcción de barro del temascal cedió al poco tiempo. Nadie reparaba en nada, nos quedábamos mirando el infinito o haciéndonos cariño entre nosotros. En invierno nos gusta sentir el calor de los otros, apretujar nuestras pieles. En verano nos subimos a los árboles a tomar el fresco. Comemos fruta. A veces nos preocupamos del huerto, sacamos lechuga, coliflores que comemos a mascadas. Ya no hay construcciones, pernoctamos en nuestra cueva, al pie de una quebrada. Somos animales, no reparamos en nada, aunque a veces guardamos papas, tubérculos que crecen nativos por ahí.
Éramos finalmente perfectos, plenos y pletóricos de vida. Llevábamos nuestras desnudeces con gran orgullo. Recorríamos nuestro territorio de punta a punta sin siquiera darnos cuenta. La comida abundaba. Nunca abandonamos la necesidad de la experiencia mística, experimentando una por una con todas las plantas de los alrededores. Las mejores drogas de diseño, decían los zen, eran las diseñadas por la tierra.
Pero no buscábamos perfección, buscábamos vida. Organizamos entonces una ceremonia, la ceremonia de la vida, la ceremonia donde entregaríamos para siempre nuestro diálogo interno a la eternidad. Encendimos una gran hoguera con madera muerta que arrastramos durante semanas hasta el lugar de poder. La energía era tan potente como para quemarte la cara. Los urcos decían que iban a contar todo, que esta vida no se podía vivir. Pero entre las bandurrias y los zen los espantaban con aletazos y los pajaritos de ojos rojos se quedaban revoloteando alrededor. Aunque hubo uno, sí, hubo uno que habló.
Había hablando antes. Decían que se iba volando de brujo en brujo, de brujo en brujo el urco, contando cómo vivíamos, lo que hacíamos aquí, en esto que ya no era una comunidad. En esto, que ya no era vida. A nosotros esas ideas nos gustaban, dejar de ser humano, dejar de vivir. Esto es mejor que la muerte, mejor que la vida, somo parte absoluta de todo y vamos a entregarnos, en la ceremonia de la vida, vamos con una gran hoguera con cóndores, sí, eso es, vamos a invitar a los cóndores a esta gran hoguera y vamos a pasar a ser parte del todo.
Pero el urco habló. El urco le habló a la policía, que viene, que se acerca, la policía que nos va a obligar a vivir de nuevo como hombres, como mujeres. El urco llegó a la ceremonia, tenemos la hoguera prendida y él nos está diciendo que somos una secta, que no nos va a dejar cometer estos crímenes, que nos denunció a la policía y que ésta policía viene con la prensa, que nos vamos a ir todos a una cárcel. Que no va a dejar que pase nada.
En ese momento le grité. No sé por qué elegí esas palabras, pero le grité "¡El pilpilén soy yo!", cosa por cierto falsa, ya que nunca ostenté ese cargo. Le grité "¡El pilpilén soy yo!" y saltamos. Saltaron conmigo todas las pirangas. Saltaron dos o tres zarapitos, algún martín pescador y casi ninguna tenca. Saltaron 17 albatroz y más de mil quinientos gaviotines diversos que parecían un enjambre. Las bandurrias mandaron sólo a los niños pequeños. Tres chucao hembras entraron en último lugar a la hoguera, cuando efectivos armados irrumpieron en lo que alguna vez había sido el carolato. Este territorio sagrado que vemos ahora desde lejos, desde lejos y desde esta bandada que se aleja en la oscuridad, hambrienta de nuevas luces, ávida de universos, en un día indiscreto, torpe, huyendo siempre de la mirada de otros, en busca ahora de un sol, no importa si llora, un sol de llantos si se quiere, buscando dónde algún día poder alumbrar.
sábado, 14 de enero de 2017
Florida, sino de Chile
Cerraron "El Negro Bueno", estación obligada del Llanos de Maipo, y archivada quedó su carpeta en la oficina de Patrimonio Histórico del Consejo de Monumentos Nacionales.
Cerraron "La Chinita" donde vendían cazuela de pava e innúmeras botellas de malta.
Cerraron la vidriería de don Antonio y la peluquería del viejo Roberto, ex militante socialista, quien contaba historias del Viet Cong mientras contorneaba el corte escolar en las cabezas de los varones floridanos.
Cerraron la salida a Arturo Burhle de la estación Baquedano, antes escondite de homosexuales amores que meadero canónico de la plaza Italia.
Cerraron el hocico del cabro chico rebelde, de un sólo correazo policíaco.
Cerraron la puerta de las nobles intenciones.
Cerraron con candado, clausuraron.
Cerraron "La Chinita" donde vendían cazuela de pava e innúmeras botellas de malta.
Cerraron la vidriería de don Antonio y la peluquería del viejo Roberto, ex militante socialista, quien contaba historias del Viet Cong mientras contorneaba el corte escolar en las cabezas de los varones floridanos.
Cerraron la salida a Arturo Burhle de la estación Baquedano, antes escondite de homosexuales amores que meadero canónico de la plaza Italia.
Cerraron el hocico del cabro chico rebelde, de un sólo correazo policíaco.
Cerraron la puerta de las nobles intenciones.
Cerraron con candado, clausuraron.
miércoles, 11 de enero de 2017
la cosa frita de kentucky
El 18 de abril de 2003, en el Estado de Kentucky, EEUU., se presentó una connotada demanda que obligó a la multinacional de la comida chatarra Kentucky Fried Chicken (traducción: el pollo frito de Kentucky) a cambiar su nombre por las letras KFC.
La demanda fue interpuesta por el ciudadano estadounidense John K. Cobain, ex trabajador de una de las fábricas centrales de la compañía, quien denunció que el principal producto a la venta en los "restaurantes" de la marca no era precisamente pollo, con lo que se configuraba el delito de propaganda engañosa.
Cobain trabajó como obrero en una fábrica al sur del Estado, donde tenía como labor alimentar a los animales que luego se sacrificaban para convertirlos "pollo" comestible. Según relató en el juicio, estos animales carecían de alas, patas o pico. Tampoco desarrollaban pelaje o plumaje, y desde su incubación hasta su sacrificio permanecían conectados a bombas que los ayudaban con la circulación de la sangre y con la oxigenación y proteinización de la misma.
El "corazón" del animal era una bomba hidráulica que abastecía de sangre a al menos una decena de "pollos". El trabajo de Cobain consistía específicamente en mantener estables los niveles de oxígeno, proteínas, grasas y lípidos en la sangre, lo que hacía analizando muestras que extraía directamente de los "animales" con una jeringa, para luego agregar, en unos recipientes de varios miles de litros, sacos de polvos que regulaban los niveles.
La ubicación del recinto era el secreto mejor guardado de la compañía. Sólo alguna decena de gerentes conocía la ubicación exacta, mientras que los empleados eran transportados en vehículos tipo "van" que los recogían en paradas rurales de buses interurbanos al sur del estado de Kentucky.
La demanda, interpuesta en primera instancia a finales de 1999, no acusaba a la compañía de producir carne de dudosa calidad, si no que buscaba configurar la culpabilidad en el delito de propaganda engañosa, para obligarla a pagar una indemnización a cientos de miles de ciudadanos norteamericanos, como parte de una estrategia de márketing de un buffet de abogados provenientes de Boston, que querían hacerce un nombre en el Estado de Alabama.
El buffet The Righteous Brothers se especializó en demandas colectivas, buscando en los más impensables espacios motivos para conseguir que grupos de ciudadanos demandaran a grandes empresas. El señor Cobain desde el año 1995 acusaba a la marca, a través de una sencilla página de internet, de haber creado estos verdaderos "montruos de carne", exigiendo, en una cruzada personal que nunca fue más allá del sitio web, que se detuvieran los experimentos con animales. El contacto entre uno de los abogados del buffet y Cobain se realizó a través de la pestaña "conversemos" del blog de John.
La presentación de la demanda resultó ser una gran obra de argumentación, confeccionada gracias a una inspiración súbita que apareció en el pensamiento del abogado más joven del buffet. Los abogados de la compañía demoraron varios años aplazando instancias antes de decidir negociar. Ofrecieron un millón de dólares para el demandante, y renovar la marca cambiando el nombre a KFC, eliminando la palabra "chicken" de toda su papelería y gráfica digital.
Antes de retirarse del salón, Cobain preguntó al negociador qué dirían cuando los clientes preguntaran por el significado de la sigla KFC. Desde detrás de las gafas oscuras, el buenhombre contestó que K y F seguirían significando Kentucky y Fried, pero que la C quería decir ahora "cakti", voz sánscrita que significa "cosa", "la cosa frita de Kentucky".
El caso tuvo cierta repercusión mediática dentro del Estado de Georgia, pero externamente la compañía invirtió millones de dólares en silenciar la noticia. En algunos países de latinoamérica incluso se levantaron falsas versiones oficiales acerca el cambio de nombre, que lo atribuían a acortar la marca, a simplificarla.
La demanda fue interpuesta por el ciudadano estadounidense John K. Cobain, ex trabajador de una de las fábricas centrales de la compañía, quien denunció que el principal producto a la venta en los "restaurantes" de la marca no era precisamente pollo, con lo que se configuraba el delito de propaganda engañosa.
Cobain trabajó como obrero en una fábrica al sur del Estado, donde tenía como labor alimentar a los animales que luego se sacrificaban para convertirlos "pollo" comestible. Según relató en el juicio, estos animales carecían de alas, patas o pico. Tampoco desarrollaban pelaje o plumaje, y desde su incubación hasta su sacrificio permanecían conectados a bombas que los ayudaban con la circulación de la sangre y con la oxigenación y proteinización de la misma.
El "corazón" del animal era una bomba hidráulica que abastecía de sangre a al menos una decena de "pollos". El trabajo de Cobain consistía específicamente en mantener estables los niveles de oxígeno, proteínas, grasas y lípidos en la sangre, lo que hacía analizando muestras que extraía directamente de los "animales" con una jeringa, para luego agregar, en unos recipientes de varios miles de litros, sacos de polvos que regulaban los niveles.
La ubicación del recinto era el secreto mejor guardado de la compañía. Sólo alguna decena de gerentes conocía la ubicación exacta, mientras que los empleados eran transportados en vehículos tipo "van" que los recogían en paradas rurales de buses interurbanos al sur del estado de Kentucky.
La demanda, interpuesta en primera instancia a finales de 1999, no acusaba a la compañía de producir carne de dudosa calidad, si no que buscaba configurar la culpabilidad en el delito de propaganda engañosa, para obligarla a pagar una indemnización a cientos de miles de ciudadanos norteamericanos, como parte de una estrategia de márketing de un buffet de abogados provenientes de Boston, que querían hacerce un nombre en el Estado de Alabama.
El buffet The Righteous Brothers se especializó en demandas colectivas, buscando en los más impensables espacios motivos para conseguir que grupos de ciudadanos demandaran a grandes empresas. El señor Cobain desde el año 1995 acusaba a la marca, a través de una sencilla página de internet, de haber creado estos verdaderos "montruos de carne", exigiendo, en una cruzada personal que nunca fue más allá del sitio web, que se detuvieran los experimentos con animales. El contacto entre uno de los abogados del buffet y Cobain se realizó a través de la pestaña "conversemos" del blog de John.
La presentación de la demanda resultó ser una gran obra de argumentación, confeccionada gracias a una inspiración súbita que apareció en el pensamiento del abogado más joven del buffet. Los abogados de la compañía demoraron varios años aplazando instancias antes de decidir negociar. Ofrecieron un millón de dólares para el demandante, y renovar la marca cambiando el nombre a KFC, eliminando la palabra "chicken" de toda su papelería y gráfica digital.
Antes de retirarse del salón, Cobain preguntó al negociador qué dirían cuando los clientes preguntaran por el significado de la sigla KFC. Desde detrás de las gafas oscuras, el buenhombre contestó que K y F seguirían significando Kentucky y Fried, pero que la C quería decir ahora "cakti", voz sánscrita que significa "cosa", "la cosa frita de Kentucky".
El caso tuvo cierta repercusión mediática dentro del Estado de Georgia, pero externamente la compañía invirtió millones de dólares en silenciar la noticia. En algunos países de latinoamérica incluso se levantaron falsas versiones oficiales acerca el cambio de nombre, que lo atribuían a acortar la marca, a simplificarla.
tabernácula
Cabros no puedo parar de llorar. Desde que pasó lo de Puerto Cabello, me entraron unos ataques de angustia espantosos a bordo del buque. Soportar las palabras del capitán me sacaba de quicio rápidamente y tenía que irme casi corriendo al camarote a soltar unas lágrimas para sacarme la impotencia de encima. Estaba decidido a pedir el desembarco fuera donde fuera, pero derrotando hacia Colombia apareció el piquero blanco, cuyo vuelo rasante capturando peces voladores me tranquilizó por varios días. Asimismo, el avistaje único y singular de una rapaz a más de 25 millas náuticas de la costa más cercana (probablemente el halcón peregrino) me ayudó a recordar que en este trabajo hay algo que mirar por la ventana, que no tengo el cuerpo inmovilizado, pero si bien me calmé un poco no podría decir que ya estaba tranquilo.
En Colombia atracamos en Santa Marta, ciudad que desde lejos parecía Miami, pero que desde cerca no pude casi conocer, porque estuvimos en puerto apenas 28 horas. Me dieron sólo una hora libre para "salir a conocer", y no tenía desodorante, así que saliendo del puerto cambié algunos dólares, corrí a la playa a mojarme las piernas, después, desesperado, tomé un taxi y le pedí que me llevara a la librería más grande de la ciudad (donde no tenían ningún libro de aves de Colombia), para después tomar otro taxi, ahora sí histérico, al que le pedí que me llevara a un supermercado grande, y el taxista me llevó a un jumbo de cencosud (centros comerciales de sudamérica), donde tuve ocasión de comprar una gaseosa llamada Dr. Toronjo, un jugo Country Hill de naranja, tres kilos de maracujá, cuatro cocos, un jugo de mango, y el famoso desodorante. El tercer taxi que tomé lo manejaba un venezonlano-ecuatoriano-colombiano que había apoyado a las FARC "durante varias décadas" y que me dijo que yo era un afortunado por ser chileno, ya que chile es el país "más desarrollado" de la región. Me dejó en la entrada del puerto, donde avisté un pajarito negro que, según me dijeron en la portería, era conocido como maríaclara.
Una vez cargado de carbón, el Guayacán tomó rumbo hacia Bahía Las Minas, en Panamá. Una mañana, mientras lavaba los platos, se me acercó un tripulante al que casi no conocía a decirme que yo estaba muy aislado en el buque, que estaba solo, que nunca se me veía conversando con nadie, y que en Panamá era común pedir el desembarco por que a la compañía le salían baratos los pasajes en avión hacia chile. Solté las lágrimas ahí mismo, y me dejé consolar por el tripulante, conocido como el caeza'e'piedra, hasta que se me acabó el sollozo y pude responderle que quería trabajar todo lo posible para juntar la mayor cantidad de dinero antes de bajarme "en el primer puerto chileno".
Sin convencerse de estar haciendo lo correcto, el segundo piloto me entregó el "shore pass" después del atraque en Panamá. Rápidamente salimos con Darkson y el caeza'e'piedra, quienes en la avenida central de Colón hicieron ingreso al primer prostíbulo que encontraron. Me puse a caminar entonces por el bandejón central hasta el atracadero de cruceros (una especie de malecón turístico), donde encontré un simpático informativo de las aves que podría avistar en la zona, y de la vegetación de los alrededores. Antes de poder revisarlo con atención, un hombre de piel muy oscura me preguntó si me interesaría ver de cerca al ave fragata, a saber, ave nacional de Panamá.
Se presentó como Terencio Blanchard, regente de un "bussiness" de turismo. Además de requerir 110 dólares, para ver al ave fragata tendría que viajar 30 kilómetros al norte de la ciudad y realizar una travesía a pie de más de una hora por en medio de la selva. Era evidente que una experiencia como aquella me ayudaría a controlar la angustia y me daría moral para seguir trabajando por los meses que me quedaban a bordo, pero lamentablemente ya eran más de las cuatro de la tarde y aquella era mi única tarde libre en la ciudad. Me quedé en todo caso con la tarjeta de su "bussiness", obra gráfica en la que se dejaban ver algunas aves inedintificables sobre un fondo azul.
La visión del Guayacán al regresar dejó mi integridad sicológica en el suelo. Antes de subir, sentado en el cemento del muelle, lloré por mí y por los explotados del mundo hasta que tuve los párpados irritados y la barba llena de mocos. Algunos marinos me vieron desde el portalón y empezaron a cantar Hare Krsna con el ritmo de "la pirula", entonaban: "hare krishna, hare krishna, ven a bailar el ritmo del hare krishna", y bailaban un bailecito ridículo que volvió a inspirarme el llanto. Pasé la noche llorando en mi cabina.
A la mañana siguiente, el cocinero apareció por la cubierta comedor unos veinte minutos atrasado. Había pasado la noche con una prostituta que describió como la mujer más espectacular del mundo, una persona maravillosa que se había convertido en el amor de su vida. Preparó un desayuno rápido para la tripulación mientras cocinaba un suculento pie de limón para el capitán, a fin de solicitar salvoconducto para una segunda tarde libre en la ciudad, autorización que me incluiría también, en mi calidad de camarero. Obtenida la venia del capitán, a través del teléfono móvil de Darkson, me puse en contacto con Terencio, quien, además de los 110 dólares solicitados, me cobró un extra de 30usd por ir a buscarme a la portería del TGBLM (terminal granelero de Bahía Las Minas). Habían pasado 15 días desde Puerto Cabello, así que me habían pagado ya 150usd por concepto de viáticos.
Puntualmente a las 14 horas se presentó Terencio en una camioneta pintada como taxi. Al asiento del copiloto venía sentado su hermano, también afropanameño, poseedor un nombre igualmente rimbombante: Adelardio. Tras enfilar rumbo el norte por la autopista interamericana, dieron curso una discusión epistemológica del más alto calibre, en la que se desafiaban el uno al otro a repetir un grito penetrante de dos sílabas, sin tiempo casi para respirar entre una exclamación y otra. Se trataba de la "gritadera" del campesino panameño, tradición que repetían de vez en cuando para recordar su Chiriquí, poblado rural donde pasaron la infancia. Tras la sorprendente gritadera, Adelardio pasó a locucionar:
nosotros estuvimo un tiempito en chile, ¿te acuerdas Terencio?, fuimo a buscar una mercancía de fruta chilena, que se importa mucho acá en la panamá. trajimo banana, manzana y naranja. la marca era DOLE y en la caja venían los nombres de las frutas en francés y en alemán. nosotros teníamo una importadora antes dempezar en el turismo (...) chile es lo mismo que panamá, culturalmente hablando, socioeconómicamente hablando, no hay nada gratis, la escuela es privada, el agua tiene dueños europeos, la electricidad la manejan desde los estado unido, la empresa privada destruye la naturaleza sin dejar un dólar para los panameño, los pobres cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos. culturalmente invadidos por los estados unidos de norteamérica, somos colonia, en la televisión los niños están viendo el disneychannel y la niquelódeon, las culturas locales son cada vez más raras, por eso nosotros seguimo con la tradición de la gritadera, porque somos panameños de corazón... (...) por lo que entiendo en todo el mundo hay sólo tres países con un capitalismo tan salvaje como este, donde los estados unidos colonizaron la vida de todos: panamá, chile, y la corea capitalista
Adherí en buena parte con el pensamiento del panameño, pero me decepcionaron mucho cuando empecé a preguntarles por los nombre de los árboles que veíamos desde la autopista y descubrí que apenas podían reconocer el plátano, planta de hojas gigantes que crece como maleza por todas partes. (Produce un fruto verde y alargado que debe comerse cocido, no confundir con la banana).
Como estaba planeado, tras media hora en vehículo hicimos presencia en la portería de una reserva natural llamada Parque Nacional Soberanía, donde la principal atracción era "la fragatera", una enorme roca en el mar, muy cercana a la costa, en la que año a año se reproducía el ave fragata.
((Me sorprendió que la reserva estaba financiada por la Secretaría Panameña para la Descentralización: llevaba mi cámara fotográfica conmigo, y era el mismo aparato con el que un par de años atrás se me explotaba en una fundación llamada ChileDescentralizado.))
Terencio se dirigió en términos muy amistosos a la portera: ninguno de nosotros pagó el importe. Comenzamos entonces la caminata. Íbamos por un sendero de vegetación baja, nunca más alta que yo mismo. El plátano crecía por todas partes, se veían también insectos de todos los colores, incluyendo un escarabajo verde de unos 15 centímetros. Adelardio no conocía en absoluto nada de la naturaleza, hablaba continuamente de la actualidad política panameña y de la reciente elección de donald trump en los estados unidos. Terencio conocía los nombres de algunos pajaritos: la cincote, una pájara casi idéntica a la tenca, que recibe su nombre panameño por los cinco cantos diferentes que vocaliza; el ruiseñor, que a mis ojos era un chercán; y el jote de cabeza roja, que en Colombia lo llaman gallinazo o chulo, y que en Panamá se conoce como gallote.
Cuando mi reloj de pulsera marcaba las 15.30, avistamos en el cielo la silueta negra de las primeras aves fragata. Con sus aleteos lánguidos, profundos y holgados, me llenó de admiración. Podía ver sus colas ahorquilladas, el cuello blanco de la hembra, su largo planear, a muchos metros sobre el mar. El sendero subía y bajaba hasta que finalmente llegamos a la costa para encontrarnos de frente con la fragatera, roca gigantesca que estaba realmente repleta de aves fragata, con muchos machos dilantado su saco gular. Se notaba claramente la forma de las aves, las veíamos a unos 200 ó 300 metros, pero no pude obtener buenas fotografías del cortejo, aunque sí algunas de la hembra en vuelo.
Los hermanos Blanchard, para darme tiempo de observar, sacaron de sus mochilas un par de hamacas y se tendieron a descansar. Yo caminé por la playa de ida y vuelta, me encontré con una iguana, con varios pelícanos, incluso con un pájaro que me gustaría creer era el ave del trópico de cola roja. En un momento de gran sosiego me senté en la arena a llorar un lagrimón, colmado eso sí de cierta alegría, que tranquilizó mis pensamientos.
Cuando el reloj marcaba las 16.45 volví a buscar a Terencio. Desarmaron las hamacas al tiempo que emprendíamos la caminata de regreso. Parecía que habíamos tomado el mismo sendero, sin embargo, al rato nos encontramos en un sector de árboles altos que no podía recordar, y cuando tuvimos que atravesar un riachuelo, le comenté a los hermanos que el sendero no era el mismo. No alcancé a decir nada, porque Terencio me sujetó por detrás, tapando mi boca, susurrándome un "shhhhht" al oído. Me quedé quieto mirando al frente cuando vi un puma. Era un felino verdaderamente enorme. Iba cruzando lentamente el sendero, a unos 30 metros de nuestra posición. Se quedó mirándonos inmóvil un tiempo que me pareció infinito, aunque deben haber sido unos 30 segundos. Se veía flaco, sus costillas claramente marcadas, la cola lánguida. Luego siguió su lento caminar, pero cuando desaparecía entre la vegetación vi cómo con sus patas traseras daba un salto.
Adelardio tenía una mueca de verdadero terror. Terencio mantenía la calma pero no permitía que hablásemos, sólo nos indicaba proseguir con la caminata. A las 17.45 empezó el atardecer y unos quince minutos más tarde la noche estaba completamente cerrada. A esa hora deberíamos haber llegado a la entrada del parque, pero la equivocación en la elección del sendero nos mantenía caminando por un bosque tupido, en noche sin luna, con un puma que, sentíamos, nos acechaba a cada paso. No se veía prácticamente nada, lo que llevó a tropiezos con raíces y desniveles del sendero. Hacíamos mucho ruido y escuchábamos crujidos entre los árboles. Ya no podía ver la hora. Finalmente escuchamos un estruendo tremendo, y empezó a llover.
Los hermanos confeccionaron un refugio, que apenas nos mantenía secos, amarrando las hamacas a unos árboles. No llevábamos comida, sólo algunas botellas de agua. Era impensable encender fuego. Los teléfonos móviles de los Blanchard se encontraban fuera del área de cobertura. Comenzamos a utilizar el número de emergencia (911), pero no comunicaba, ni tan solo un tono. Terencio aseguraba que las lluvias eran cortas, que teníamos que esperar unos minutos y podríamos volver a caminar.
Pasaba lentamente el tiempo. Terencio explicó que la visión de los pumas, a diferencia de la humana, es más efectiva enfocando objetos en movimiento que objetos estáticos, por eso se recomienda quedarse muy quieto si te encuentras con uno. En caso de que se acercara, ampliaríamos nuestro volumen agitando las hamacas y extendiendo los brazos, a fin de atemorizarlo. Pasaron cerca de 45 minutos de lluvia intensa, y luego comenzó un rocío fino que de todas maneras nos humedecía las ropas. En todo caso, volvimos a la caminata.
Avanzábamos encendiendo la linterna del móvil de Terencio de vez en cuando, tropezando siempre con raíces y agujeros, hasta que nos adentramos en una zona pantanosa donde tuvimos que meter definitivamente los pies en el barro, si bien la demarcación del sendero seguía siendo clara. En cierto instante Terencio alumbró al frente con la linterna, iluminando los ojos de un animal pequeño, peludo, que salió corriendo en sus cuatro patas. Se trata de un puma inmaduro, al que igualmente le vimos las costillas marcadas en los costados.
La idea de tener a una puma hembra con una cría hambrienta siguiéndonos los pasos comenzó a ponerme muy nervioso, inquietud compartida igualmente por los Blanchard. Apuramos el paso cuando la lluvia se detuvo por completo, asomándose por el oriente una enorme luna llena que iluminaba el camino. Ahora que teníamos más luz, entré a alucinar con bestias voraces ávidas de carne humana, viendo fauces jadeantes entre los arbustos, incluso varias veces me pareció ver a un puma corriendo hacia nosotros. Me entró el pánico, o la adrenalina, no sé cómo llamarlo, y en una recta bien iluminada me lancé en una carrera desesperada, ahogando gritos de horror, que Terencio y Adelardio acompañaron hasta que nuestros cuerpos no pudieron más.
Después de ese trote absurdo, tuvimos que parar a descansar algunos minutos. Cuando volvimos a la marcha, vimos a lo lejos una luz, aparentemente luz eléctrica al borde del sendero. La vegetación era baja, con algún árbol cada 20 ó 30 metros. La casa apareció detrás de un bosquecillo de árboles altos, tal vez álamos, evidenemente plantados ahí por humanos. Era una amplia morada de un piso, cuya entrada principal contaba con una puerta doble, como de iglesia, que se abría hacia adentro, portal en el que además figuraba un lienzo de plástico con la inscripción "Tabernáculo Bioceánico". "Estos hermanos son cristianos", dijo Terencio.
El panorama al abrir la puerta fue por lo menos extraño. Había un amplio salón, con un escenario y sillas dispuestas para escuchar al orador, cuyo atril se encontraba lleno de papeles, sin nadie ocupando estas instalaciones. A lo largo de los costados del salón, en cambio, unas 30 hamacas colgaban con hombres y mujeres durmiendo en ellas. Algunos levantaron sus cabezas en una sonrisa amplia, amistosa, llena de expectación. Una mujer apareció por una puerta lateral y nos dio la bienvenida, presentándose como Analía. Le explicamos que habíamos entrado al Parque Natural Soberanía, perdiéndonos en el camino de regreso. Nos respondió que a esa altura de la noche no era recomendable caminar por la selva, invitándonos a dormir en el mismo salón, en un par de hamacas que ya estaban siendo colgadas para nosotros. No podía entender de qué se trataba ese lugar, así que le hice la pregunta que Adelardio y Terencio también tenían entre dientes, le dije: "¿Qué es este lugar?". Analía respondió en los siguientes términos:
El Tabernáculo Bioceánico es una institución cristiana. Nos enorgullecemos de llevar la palabra de cristo y de la biblia. Esta casa es un sanatorio para problemas relacionados con el estrés y la angustia, es una casa de oración, de alegría y de contemplación. Los fieles que se acercan a nosotros han de caminar las 4 horas que nos separan de la carretera más cercana, marcha en la que se debe atravesar el cerro Guarinas, el segundo más alto de la Panamá. Esta experiencia ayuda a desconectarse del ruido de las ciudades para adentrarse en uno mismo, en la comunicación con dios. Si vosotros hermanos habéis llegado por casualidad, con mucho gusto os recibiremos e indicaremos el camino para regresar, pero esta es hora de dormir, así que os invitamos a recostaros en las hamacas. Por la mañana podremos conversar y podréis caminar de regreso.
Mi reloj marcaba ya las 20.30 horas. Tomando en cuenta que el portalón del Guayacán estaría abierto hasta las 21, que mi regreso a tiempo era imposible, me puse de parte de Analía, invitando a Adelardio y Terencio a ocupar las hamacas. Los hermanos prefirieron colgar ellos mismos sus propias hamacas en un lugar de su gusto, pero yo me recosté rápidamente sobre la que había sido dispuesta para mí, cerré los ojos, e intenté descansar. El calor sofocante dentro del recinto sin aire acondicionado hacía difícil concentrarse en la respiración, por lo que no estaba siendo sencillo quedarme dormido.
Cuando parecía estar cerca de conciliar el sueño, alguien me tocó el hombro. Era una mujer de mi edad, algo menos de 30 años, que me mostraba una botellita y un paquete de cigarros. Cruzaba sus labios con el dedo índice para decirme que no hiciera ruido mientras caminábamos entre las hamacas hacia una puerta trasera. Ya afuera de la construcción, reunidos alrededor de una ampolleta de luz cálida, un grupo heterogéneo de hombres y mujeres se emborrachaba con aguardiente y fumaba cigarrillos que no olían sólo a tabaco. Tomé algunos tragos del licor y acepté el tabaco (lo otro no porque la CoNChiPaS te hace "exámenes sorpresa" de drogas, y no llegar a dormir al buque ya era suficiente problema).
La mujer que me había invitado a compatir se presentó como Diane (no sé cómo escribirlo, pronunciaba algo así como "dian"). Me contó la verdad acerca del Tabernáculo Bioceánico. Resulta que muchos dueños de empresas panameñas son cristianos. Varias de estas empresas han tenido o tienen problemas de estrés laboral, que se solucionaban dando vacaciones extra a los empleados, con la excusa de licencias médicas proporcionadas por psiquiatras que diagnostican crisis de ansiedad o de angustia a los trabajadores. Como se hizo evidente que los psiquiatras vendían estos diagnósticos, un grupo de empresas se contactó con el Tabernáculo para proporcionar unos días de relajación a cambio de terminar con la mentira de las licencias. Diane, empleada de contabilidad en la industria termoeléctrica, venía a pasar unos días en la selva cada dos o tres semanas. Un hombre totalmente borracho, aunque tranquilo, que se presentó como Bernardito, obrero del mundo de las comunicaciones corporativas, dijo usar el tabernáculo durante una semana entera cada dos meses. Hablaron mucho acerca de las drogas que usaban, especialmente marihuana y cocaína, pero también mencionaron el éxtasis, e incluso algunas drogas de diseño cuyas siglas no pude retener. 2CP, 25i, M, cosas así.
Uno por uno me fueron contando pequeñas anécdotas de la vida en Panamá. Lamentablemente el grado alcohólico del aguardiente, sumado a que no comía nada hace unas 8 horas, me emborrachó rápidamente y me fui a tender en la hamaca. Tuve una serie de sueños confusos relacionados con mi antigua vida en oficina, para despertarme y ponerme de pie de un salto cuando Adelardio con Terencio ya habían terminado de acodomar sus cosas. Estaban listos para salir, así que fuimos a buscar a Analía.
El sol estaba asomándose recién por el oriente. Las hamacas estaban llenas de gente, y se olía en el ambiente un hedor a taberna. Analía se encontraba con un grupito de personas rezando el rosario al aire libre. Cuando nos vio, nos invitó a rezar con ellos, convite que tendí a rechazar, pero que los hermanos Blanchard aceptaron de buena gana, tomando asiento con las manos cruzadas y los ojos cerrados. No podía creer que estuviéramos perdiendo el tiempo en rezar, pero me dediqué a observar los árboles y los pajaritos. Vi uno completamente amarillo, del tamaño de un gorrión, pero más flaco. También una rapaz pequeña que podría haber sido un cernícalo.
Cuando finalmente terminaron de orar, Analía nos dio unas sencillísimas instrucciones para llegar a la carretera. Según dijo, volver a la entrada del Parque Nacional Soberanía nos tomaría unas 6 horas, en cambio, en llegar a la carretera más cercana, a buen paso, tardaríamos 3 horas. Se trataba de seguir el sendero, que subiría hasta unos 500 metros de altura, cumbre desde la cual veríamos la autopista, para luego bajar hasta la misma. Tras comer dos sándwiches de pollo cada uno, retomamos el camino.
El ascenso fue más sencillo de lo que esperábamos, y antes de las 8 de la mañana alcanzamos la cumbre. La vista impresionante me dejó maravillado, por lo que iba a sacar mi cámara fotográfica para hacer algunas capturas. Terencio me increpó diciendo que no podíamos perder el tiempo en fotografías. Le respondí que acaso sí podíamos perderlo en rezar, motivo por el que se ofuscaron, disponiéndose a caminar sin mí. Tuve que seguirlos a la carrera. La carretera se veía desde lejos y me decidí a pedirles disculpas, asegurando que nunca quise ofenderlos en su moral cristiana. No sé si me disculparon, pero en todo caso no quisieron seguir conversando. Seguimos caminando en silencio.
Ya se escuchaba el alboroto de la autopista cuando, sin previo aviso, aparecieron entre los árboles dos hombres de gran altura, cada uno con gafas oscuras, apuntándonos con sendas armas de fuego. Adelardio y Terencio, en una actitud que nunca imaginé, apuntáronme con sus dedos índice, pero fueron reducidos rápidamente, puestos de cara en el suelo y esposados con sus manos en la espalda. Luego los hombres hicieron lo mismo conmigo. Se escuchó el sonido de un helicóptero, que se iba acercando cada vez más. Los hombres revisaron las mochilas de los hermanos Blanchard, mientras ellos acusaban que yo tenía la droga.
Desesperado o impresionado o francamente espantado grité algo así como "¿¿KHÉEE KHÉEE KHÉEEE??" cuando empezaron a revisar mi mochila -donde portaba sólo mi cámara fotográfica, mi shore pass y la credencial de la CoNChiPAs- y encontraron una bolsa transparente, con un puñado de no sé qué dentro de ella. El helicóptero quedó suspendido a unos 10 metros sobre nosotros. Nos pusieron rápidamente unos arneses de seguridad para elevarnos hasta la nave en cosa de segundos.
El primer viaje en helicóptero de mi vida, en las peores circunstancias imaginables. Viajamos durante cerca de una hora hasta la Ciudad de Panamá. En el camino, Terencio me decía:
Ahora mejor te vas preparando porque te van a pasar a la policía militar. De la militar te pasan a la DEA (agencia antinarcóticos estadounidense) y ahí te extraditan a California. Son por lo menos 10 años por la media libra de cocaína que llevabas. ¿Acaso creías que te invitaron al aguardiente porque querían ser tus amigos? Todos pagamos las consecuencias de nuestros actos, vivimos presos de nuestras decisiones.
Adelardio también locucionaba en medio del ruido infernal del helicóptero:
Esta policía no tiene ninguna legitimidad aquí en la Panamá, son unos corruptos, vendidos, empleados de la policía gringa, no sirven para nada. Cuando yo trabajaba con el Patrón esto no pasaba, se andaban cagados de miedo, metíamos toneladas de cocaína por mar hasta Colón y de ahí por tierra hasta los estados unidos, íbamos dejando paquetes de 10, 15 gramos en los puestos de control de la policía y pasábamos con una sonrisa en la cara, pero con estos gringos no se puede negociar, mira, si ni siquiera hablan el idioma.
El piloto del helicóptero efectivamente recibía órdenes en inglés a través del radio, idioma que usaba además para comunicarse con su copiloto, y con los efectivos que nos habían reducido.
En cuanto llegamos a la Ciudad de Panamá fui separado de los hermanos Blanchard. Conducido a una celda sin que se me dijera nada, intenté poner en orden mis pensamientos, pero el gris atontante de las paredes no me dejaba pensar en nada más que en pasar una larga temporada encerrado. Tenía la sensación de que iba a estar ahí para siempre. Me sentía tan confundido que ni para llorar tenía ánimos. Todo había sido muy rápido, confuso, en cuerto modo incomprensible. Al rato aparecieron dos hombres vestidos de civil, con armas de fuego al cinto, que me llevaron hasta una oficina.
Otro hombre apareció por una puerta y me saludó cordialmente. La situación se presentaba demasiado similar a la de Puerto Cabello, con el calor sofocante y las paredes oscuras. Se presentó como comisario de no sé qué sección de antinarcóticos. Me costaba entender sus palabras, me encontraba muy confundido, tenía dificultades para respirar con calma. Me explicó que los hermanos López eran delincuentes, ex-guerrilleros, antiguos empleados de alto nivel de las mafias colombianas de narcotraficantes. Se rió de buena gana cuando le pregunté si los López eran los mismos que los Blanchard. Siempre usan nombres diferentes., me dijo, pero se llaman Claudio y Pablo.
El comisario dijo que gracias a mí habían logrado detener a estos dos bandidos. Que los estaban buscando hace un tiempo, ya al tanto del timo en el que cargaban con droga a un extranjero para internarla en la ciudad de Colón. La droga, que venía de Colombia y era escondida en la selva. Entonces, le dije, yo no soy culpable, ¿verdad? Usted entiende que yo no soy culpable, le dije. Respondió afirmativamente. Me dijo que otros extranjeros habían pasado temporadas en la cárcel por culpa de estos traficantes, pero que yo no tenía de qué preocuparme. Que me llevarían a mi hotel una vez finalizado el interrogatorio donde debía dar cuenta de cada detalle de lo que había pasado. Le aclaré que no alojaba en ningún hotel sino en un buque, a lo que respondió que mi "shore pass" sólo me permitía permanecer en la ciudad de Colón, por lo que había cometido un ilícito, pero que lo dejaría pasar por mi aporte en la captura de los delincuentes. El interrogatorio comenzaría en los siguientes minutos, pero me pidió una primicia, me preguntó: ¿a usted también lo asustaron con el puma?
La ronda de preguntas y respuestas duró algo así como dos horas. Tuve que relatar con todo detalle cada instante que había compartido con los Blanchard, o con los López. Estuve hablando sin parar y al terminar me largué en un llanto imparable. Lleno de mocos y con la cara roja e irritada, sin ofrecerme agua ni comida, sólo papel para sonarme, me llevaron a un vehículo negro que tomó una autopista para dirigirse a Bahía Las Minas. Dos policía ingresaron conmigo al Guayacán, bajo la mirada estupefacta de los tripulantes en el portalón.
En la cabina del capitán, y en compañía del primer piloto y del jefe de máquinas, los policías relataron lo sucedido a los oficiales, asegurándoles que yo no había tenido responsabilidad alguna. El capitán se limitaba a negar con la cabeza, mirándome de reojo con rabia y odio. El primer piloto y el jefe de máquinas sonreían, hasta reían, mirándome pícaros, impresionados de mi mala suerte. Finalmente los policías se fueron y el capitán me ordenó volver a mis labores.
Al día siguiente, justo después de zarpar hacía los estados unidos, un grupo de tripulantes me condujo casi a la fuerza al salón de estar para que les relatara lo sucedido, cosa que hice, aunque sin demasiados detalles. Cuando me estaban haciendo preguntas, la voz del capitán sonó en los altoparlantes citándome con urgencia a su cabina. Al llegar, me increpó:
En mis treinta años de experiencia a bordo, nunca, NUNCA había visto a alguien meterse en los problemas en los que se ha metido usted. Es evidente que no sirve para trabajar en la marina mercante. Me puse en contacto con la compañía, y enviarán su relevo a la ciudad de Nueva Orleans, donde llegaremos dentro de siete días. Prepare sus cosas y deje su cabina lista para recibir a su relevo. Puede retirarse.
En fin, me dije, todo lo que principia ha de concluir, y de todas maneras alcanzaría a conocer Nueva Orleans. Cuando me disponía nuevamente a trabajar, llegó Darkson con su teléfono móvil a mostrarme un artículo publicado en el periódico Las Últimas Noticias. Leí:
Panamá: cae banda de "los ornitólogos"
(UPI) La policía panameña, en coordinación con la Agencia Antinarcóticos Estadounidense (DEA por sus siglas en inglés), detuvo el día de ayer a un peligroso grupo de narcotraficantes que se dedicaban a timar turistas en la ciudad de Colón.
El curioso apodo con el que la prensa local bautizó a los maleantes se debe a que éstos buscaban extrajeros con afición por el "birding" (observación de aves), actividad muy común entre los turistas europeos en centroamérica.
El timo se realizaba en dependencias del Parque Nacional Soberanía, a unos 50 kilómetros de la ciudad de Colón, donde los turistas eran "cargados" con cocaína proveniente por vía marítima desde Colombia. Luego, los maleantes llevaban al turista de vuelta a la ciudad, ligar en el que retiraban la cocaína, muchas veces sin que el viajero lo notara.
La policía descubrió a la banda tras dos redadas en el barrio de Cutibá. En ambas ocasiones, una pareja de hermanos acusaba a un extranjero de tener droga en su poder, quedando éstos libres y el turista detenido. La policía comenzó a sospechar, descubriendo que la banda utilizaba una casa de reposo de la comunidad cristiana para almacenar la droga en medio de la selva.
Un chileno de iniciales R.C.A fue timado por la banda, bajo la estricta vigilancia de la policía, quienes detuvieron también a 7 panameños y 4 colombianos en la casa de reposo, llamada "Tabernáculo Bioceánico", dejando al compatriota en libertad.
El vínculo con la guerrilla colombiana quedó al descubierto cuando uno de los hermanos declaró en el control de detención que el Ejército de Liberación Nacional seguiría en la lucha, y si era necesario seguiría financiándose con la droga que consumen los turistas estadounidenses en Panamá.
En Colombia atracamos en Santa Marta, ciudad que desde lejos parecía Miami, pero que desde cerca no pude casi conocer, porque estuvimos en puerto apenas 28 horas. Me dieron sólo una hora libre para "salir a conocer", y no tenía desodorante, así que saliendo del puerto cambié algunos dólares, corrí a la playa a mojarme las piernas, después, desesperado, tomé un taxi y le pedí que me llevara a la librería más grande de la ciudad (donde no tenían ningún libro de aves de Colombia), para después tomar otro taxi, ahora sí histérico, al que le pedí que me llevara a un supermercado grande, y el taxista me llevó a un jumbo de cencosud (centros comerciales de sudamérica), donde tuve ocasión de comprar una gaseosa llamada Dr. Toronjo, un jugo Country Hill de naranja, tres kilos de maracujá, cuatro cocos, un jugo de mango, y el famoso desodorante. El tercer taxi que tomé lo manejaba un venezonlano-ecuatoriano-colombiano que había apoyado a las FARC "durante varias décadas" y que me dijo que yo era un afortunado por ser chileno, ya que chile es el país "más desarrollado" de la región. Me dejó en la entrada del puerto, donde avisté un pajarito negro que, según me dijeron en la portería, era conocido como maríaclara.
Una vez cargado de carbón, el Guayacán tomó rumbo hacia Bahía Las Minas, en Panamá. Una mañana, mientras lavaba los platos, se me acercó un tripulante al que casi no conocía a decirme que yo estaba muy aislado en el buque, que estaba solo, que nunca se me veía conversando con nadie, y que en Panamá era común pedir el desembarco por que a la compañía le salían baratos los pasajes en avión hacia chile. Solté las lágrimas ahí mismo, y me dejé consolar por el tripulante, conocido como el caeza'e'piedra, hasta que se me acabó el sollozo y pude responderle que quería trabajar todo lo posible para juntar la mayor cantidad de dinero antes de bajarme "en el primer puerto chileno".
Sin convencerse de estar haciendo lo correcto, el segundo piloto me entregó el "shore pass" después del atraque en Panamá. Rápidamente salimos con Darkson y el caeza'e'piedra, quienes en la avenida central de Colón hicieron ingreso al primer prostíbulo que encontraron. Me puse a caminar entonces por el bandejón central hasta el atracadero de cruceros (una especie de malecón turístico), donde encontré un simpático informativo de las aves que podría avistar en la zona, y de la vegetación de los alrededores. Antes de poder revisarlo con atención, un hombre de piel muy oscura me preguntó si me interesaría ver de cerca al ave fragata, a saber, ave nacional de Panamá.
Se presentó como Terencio Blanchard, regente de un "bussiness" de turismo. Además de requerir 110 dólares, para ver al ave fragata tendría que viajar 30 kilómetros al norte de la ciudad y realizar una travesía a pie de más de una hora por en medio de la selva. Era evidente que una experiencia como aquella me ayudaría a controlar la angustia y me daría moral para seguir trabajando por los meses que me quedaban a bordo, pero lamentablemente ya eran más de las cuatro de la tarde y aquella era mi única tarde libre en la ciudad. Me quedé en todo caso con la tarjeta de su "bussiness", obra gráfica en la que se dejaban ver algunas aves inedintificables sobre un fondo azul.
La visión del Guayacán al regresar dejó mi integridad sicológica en el suelo. Antes de subir, sentado en el cemento del muelle, lloré por mí y por los explotados del mundo hasta que tuve los párpados irritados y la barba llena de mocos. Algunos marinos me vieron desde el portalón y empezaron a cantar Hare Krsna con el ritmo de "la pirula", entonaban: "hare krishna, hare krishna, ven a bailar el ritmo del hare krishna", y bailaban un bailecito ridículo que volvió a inspirarme el llanto. Pasé la noche llorando en mi cabina.
A la mañana siguiente, el cocinero apareció por la cubierta comedor unos veinte minutos atrasado. Había pasado la noche con una prostituta que describió como la mujer más espectacular del mundo, una persona maravillosa que se había convertido en el amor de su vida. Preparó un desayuno rápido para la tripulación mientras cocinaba un suculento pie de limón para el capitán, a fin de solicitar salvoconducto para una segunda tarde libre en la ciudad, autorización que me incluiría también, en mi calidad de camarero. Obtenida la venia del capitán, a través del teléfono móvil de Darkson, me puse en contacto con Terencio, quien, además de los 110 dólares solicitados, me cobró un extra de 30usd por ir a buscarme a la portería del TGBLM (terminal granelero de Bahía Las Minas). Habían pasado 15 días desde Puerto Cabello, así que me habían pagado ya 150usd por concepto de viáticos.
Puntualmente a las 14 horas se presentó Terencio en una camioneta pintada como taxi. Al asiento del copiloto venía sentado su hermano, también afropanameño, poseedor un nombre igualmente rimbombante: Adelardio. Tras enfilar rumbo el norte por la autopista interamericana, dieron curso una discusión epistemológica del más alto calibre, en la que se desafiaban el uno al otro a repetir un grito penetrante de dos sílabas, sin tiempo casi para respirar entre una exclamación y otra. Se trataba de la "gritadera" del campesino panameño, tradición que repetían de vez en cuando para recordar su Chiriquí, poblado rural donde pasaron la infancia. Tras la sorprendente gritadera, Adelardio pasó a locucionar:
nosotros estuvimo un tiempito en chile, ¿te acuerdas Terencio?, fuimo a buscar una mercancía de fruta chilena, que se importa mucho acá en la panamá. trajimo banana, manzana y naranja. la marca era DOLE y en la caja venían los nombres de las frutas en francés y en alemán. nosotros teníamo una importadora antes dempezar en el turismo (...) chile es lo mismo que panamá, culturalmente hablando, socioeconómicamente hablando, no hay nada gratis, la escuela es privada, el agua tiene dueños europeos, la electricidad la manejan desde los estado unido, la empresa privada destruye la naturaleza sin dejar un dólar para los panameño, los pobres cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos. culturalmente invadidos por los estados unidos de norteamérica, somos colonia, en la televisión los niños están viendo el disneychannel y la niquelódeon, las culturas locales son cada vez más raras, por eso nosotros seguimo con la tradición de la gritadera, porque somos panameños de corazón... (...) por lo que entiendo en todo el mundo hay sólo tres países con un capitalismo tan salvaje como este, donde los estados unidos colonizaron la vida de todos: panamá, chile, y la corea capitalista
Adherí en buena parte con el pensamiento del panameño, pero me decepcionaron mucho cuando empecé a preguntarles por los nombre de los árboles que veíamos desde la autopista y descubrí que apenas podían reconocer el plátano, planta de hojas gigantes que crece como maleza por todas partes. (Produce un fruto verde y alargado que debe comerse cocido, no confundir con la banana).
Como estaba planeado, tras media hora en vehículo hicimos presencia en la portería de una reserva natural llamada Parque Nacional Soberanía, donde la principal atracción era "la fragatera", una enorme roca en el mar, muy cercana a la costa, en la que año a año se reproducía el ave fragata.
((Me sorprendió que la reserva estaba financiada por la Secretaría Panameña para la Descentralización: llevaba mi cámara fotográfica conmigo, y era el mismo aparato con el que un par de años atrás se me explotaba en una fundación llamada ChileDescentralizado.))
Terencio se dirigió en términos muy amistosos a la portera: ninguno de nosotros pagó el importe. Comenzamos entonces la caminata. Íbamos por un sendero de vegetación baja, nunca más alta que yo mismo. El plátano crecía por todas partes, se veían también insectos de todos los colores, incluyendo un escarabajo verde de unos 15 centímetros. Adelardio no conocía en absoluto nada de la naturaleza, hablaba continuamente de la actualidad política panameña y de la reciente elección de donald trump en los estados unidos. Terencio conocía los nombres de algunos pajaritos: la cincote, una pájara casi idéntica a la tenca, que recibe su nombre panameño por los cinco cantos diferentes que vocaliza; el ruiseñor, que a mis ojos era un chercán; y el jote de cabeza roja, que en Colombia lo llaman gallinazo o chulo, y que en Panamá se conoce como gallote.
Cuando mi reloj de pulsera marcaba las 15.30, avistamos en el cielo la silueta negra de las primeras aves fragata. Con sus aleteos lánguidos, profundos y holgados, me llenó de admiración. Podía ver sus colas ahorquilladas, el cuello blanco de la hembra, su largo planear, a muchos metros sobre el mar. El sendero subía y bajaba hasta que finalmente llegamos a la costa para encontrarnos de frente con la fragatera, roca gigantesca que estaba realmente repleta de aves fragata, con muchos machos dilantado su saco gular. Se notaba claramente la forma de las aves, las veíamos a unos 200 ó 300 metros, pero no pude obtener buenas fotografías del cortejo, aunque sí algunas de la hembra en vuelo.
Los hermanos Blanchard, para darme tiempo de observar, sacaron de sus mochilas un par de hamacas y se tendieron a descansar. Yo caminé por la playa de ida y vuelta, me encontré con una iguana, con varios pelícanos, incluso con un pájaro que me gustaría creer era el ave del trópico de cola roja. En un momento de gran sosiego me senté en la arena a llorar un lagrimón, colmado eso sí de cierta alegría, que tranquilizó mis pensamientos.
Cuando el reloj marcaba las 16.45 volví a buscar a Terencio. Desarmaron las hamacas al tiempo que emprendíamos la caminata de regreso. Parecía que habíamos tomado el mismo sendero, sin embargo, al rato nos encontramos en un sector de árboles altos que no podía recordar, y cuando tuvimos que atravesar un riachuelo, le comenté a los hermanos que el sendero no era el mismo. No alcancé a decir nada, porque Terencio me sujetó por detrás, tapando mi boca, susurrándome un "shhhhht" al oído. Me quedé quieto mirando al frente cuando vi un puma. Era un felino verdaderamente enorme. Iba cruzando lentamente el sendero, a unos 30 metros de nuestra posición. Se quedó mirándonos inmóvil un tiempo que me pareció infinito, aunque deben haber sido unos 30 segundos. Se veía flaco, sus costillas claramente marcadas, la cola lánguida. Luego siguió su lento caminar, pero cuando desaparecía entre la vegetación vi cómo con sus patas traseras daba un salto.
Adelardio tenía una mueca de verdadero terror. Terencio mantenía la calma pero no permitía que hablásemos, sólo nos indicaba proseguir con la caminata. A las 17.45 empezó el atardecer y unos quince minutos más tarde la noche estaba completamente cerrada. A esa hora deberíamos haber llegado a la entrada del parque, pero la equivocación en la elección del sendero nos mantenía caminando por un bosque tupido, en noche sin luna, con un puma que, sentíamos, nos acechaba a cada paso. No se veía prácticamente nada, lo que llevó a tropiezos con raíces y desniveles del sendero. Hacíamos mucho ruido y escuchábamos crujidos entre los árboles. Ya no podía ver la hora. Finalmente escuchamos un estruendo tremendo, y empezó a llover.
Los hermanos confeccionaron un refugio, que apenas nos mantenía secos, amarrando las hamacas a unos árboles. No llevábamos comida, sólo algunas botellas de agua. Era impensable encender fuego. Los teléfonos móviles de los Blanchard se encontraban fuera del área de cobertura. Comenzamos a utilizar el número de emergencia (911), pero no comunicaba, ni tan solo un tono. Terencio aseguraba que las lluvias eran cortas, que teníamos que esperar unos minutos y podríamos volver a caminar.
Pasaba lentamente el tiempo. Terencio explicó que la visión de los pumas, a diferencia de la humana, es más efectiva enfocando objetos en movimiento que objetos estáticos, por eso se recomienda quedarse muy quieto si te encuentras con uno. En caso de que se acercara, ampliaríamos nuestro volumen agitando las hamacas y extendiendo los brazos, a fin de atemorizarlo. Pasaron cerca de 45 minutos de lluvia intensa, y luego comenzó un rocío fino que de todas maneras nos humedecía las ropas. En todo caso, volvimos a la caminata.
Avanzábamos encendiendo la linterna del móvil de Terencio de vez en cuando, tropezando siempre con raíces y agujeros, hasta que nos adentramos en una zona pantanosa donde tuvimos que meter definitivamente los pies en el barro, si bien la demarcación del sendero seguía siendo clara. En cierto instante Terencio alumbró al frente con la linterna, iluminando los ojos de un animal pequeño, peludo, que salió corriendo en sus cuatro patas. Se trata de un puma inmaduro, al que igualmente le vimos las costillas marcadas en los costados.
La idea de tener a una puma hembra con una cría hambrienta siguiéndonos los pasos comenzó a ponerme muy nervioso, inquietud compartida igualmente por los Blanchard. Apuramos el paso cuando la lluvia se detuvo por completo, asomándose por el oriente una enorme luna llena que iluminaba el camino. Ahora que teníamos más luz, entré a alucinar con bestias voraces ávidas de carne humana, viendo fauces jadeantes entre los arbustos, incluso varias veces me pareció ver a un puma corriendo hacia nosotros. Me entró el pánico, o la adrenalina, no sé cómo llamarlo, y en una recta bien iluminada me lancé en una carrera desesperada, ahogando gritos de horror, que Terencio y Adelardio acompañaron hasta que nuestros cuerpos no pudieron más.
Después de ese trote absurdo, tuvimos que parar a descansar algunos minutos. Cuando volvimos a la marcha, vimos a lo lejos una luz, aparentemente luz eléctrica al borde del sendero. La vegetación era baja, con algún árbol cada 20 ó 30 metros. La casa apareció detrás de un bosquecillo de árboles altos, tal vez álamos, evidenemente plantados ahí por humanos. Era una amplia morada de un piso, cuya entrada principal contaba con una puerta doble, como de iglesia, que se abría hacia adentro, portal en el que además figuraba un lienzo de plástico con la inscripción "Tabernáculo Bioceánico". "Estos hermanos son cristianos", dijo Terencio.
El panorama al abrir la puerta fue por lo menos extraño. Había un amplio salón, con un escenario y sillas dispuestas para escuchar al orador, cuyo atril se encontraba lleno de papeles, sin nadie ocupando estas instalaciones. A lo largo de los costados del salón, en cambio, unas 30 hamacas colgaban con hombres y mujeres durmiendo en ellas. Algunos levantaron sus cabezas en una sonrisa amplia, amistosa, llena de expectación. Una mujer apareció por una puerta lateral y nos dio la bienvenida, presentándose como Analía. Le explicamos que habíamos entrado al Parque Natural Soberanía, perdiéndonos en el camino de regreso. Nos respondió que a esa altura de la noche no era recomendable caminar por la selva, invitándonos a dormir en el mismo salón, en un par de hamacas que ya estaban siendo colgadas para nosotros. No podía entender de qué se trataba ese lugar, así que le hice la pregunta que Adelardio y Terencio también tenían entre dientes, le dije: "¿Qué es este lugar?". Analía respondió en los siguientes términos:
El Tabernáculo Bioceánico es una institución cristiana. Nos enorgullecemos de llevar la palabra de cristo y de la biblia. Esta casa es un sanatorio para problemas relacionados con el estrés y la angustia, es una casa de oración, de alegría y de contemplación. Los fieles que se acercan a nosotros han de caminar las 4 horas que nos separan de la carretera más cercana, marcha en la que se debe atravesar el cerro Guarinas, el segundo más alto de la Panamá. Esta experiencia ayuda a desconectarse del ruido de las ciudades para adentrarse en uno mismo, en la comunicación con dios. Si vosotros hermanos habéis llegado por casualidad, con mucho gusto os recibiremos e indicaremos el camino para regresar, pero esta es hora de dormir, así que os invitamos a recostaros en las hamacas. Por la mañana podremos conversar y podréis caminar de regreso.
Mi reloj marcaba ya las 20.30 horas. Tomando en cuenta que el portalón del Guayacán estaría abierto hasta las 21, que mi regreso a tiempo era imposible, me puse de parte de Analía, invitando a Adelardio y Terencio a ocupar las hamacas. Los hermanos prefirieron colgar ellos mismos sus propias hamacas en un lugar de su gusto, pero yo me recosté rápidamente sobre la que había sido dispuesta para mí, cerré los ojos, e intenté descansar. El calor sofocante dentro del recinto sin aire acondicionado hacía difícil concentrarse en la respiración, por lo que no estaba siendo sencillo quedarme dormido.
Cuando parecía estar cerca de conciliar el sueño, alguien me tocó el hombro. Era una mujer de mi edad, algo menos de 30 años, que me mostraba una botellita y un paquete de cigarros. Cruzaba sus labios con el dedo índice para decirme que no hiciera ruido mientras caminábamos entre las hamacas hacia una puerta trasera. Ya afuera de la construcción, reunidos alrededor de una ampolleta de luz cálida, un grupo heterogéneo de hombres y mujeres se emborrachaba con aguardiente y fumaba cigarrillos que no olían sólo a tabaco. Tomé algunos tragos del licor y acepté el tabaco (lo otro no porque la CoNChiPaS te hace "exámenes sorpresa" de drogas, y no llegar a dormir al buque ya era suficiente problema).
La mujer que me había invitado a compatir se presentó como Diane (no sé cómo escribirlo, pronunciaba algo así como "dian"). Me contó la verdad acerca del Tabernáculo Bioceánico. Resulta que muchos dueños de empresas panameñas son cristianos. Varias de estas empresas han tenido o tienen problemas de estrés laboral, que se solucionaban dando vacaciones extra a los empleados, con la excusa de licencias médicas proporcionadas por psiquiatras que diagnostican crisis de ansiedad o de angustia a los trabajadores. Como se hizo evidente que los psiquiatras vendían estos diagnósticos, un grupo de empresas se contactó con el Tabernáculo para proporcionar unos días de relajación a cambio de terminar con la mentira de las licencias. Diane, empleada de contabilidad en la industria termoeléctrica, venía a pasar unos días en la selva cada dos o tres semanas. Un hombre totalmente borracho, aunque tranquilo, que se presentó como Bernardito, obrero del mundo de las comunicaciones corporativas, dijo usar el tabernáculo durante una semana entera cada dos meses. Hablaron mucho acerca de las drogas que usaban, especialmente marihuana y cocaína, pero también mencionaron el éxtasis, e incluso algunas drogas de diseño cuyas siglas no pude retener. 2CP, 25i, M, cosas así.
Uno por uno me fueron contando pequeñas anécdotas de la vida en Panamá. Lamentablemente el grado alcohólico del aguardiente, sumado a que no comía nada hace unas 8 horas, me emborrachó rápidamente y me fui a tender en la hamaca. Tuve una serie de sueños confusos relacionados con mi antigua vida en oficina, para despertarme y ponerme de pie de un salto cuando Adelardio con Terencio ya habían terminado de acodomar sus cosas. Estaban listos para salir, así que fuimos a buscar a Analía.
El sol estaba asomándose recién por el oriente. Las hamacas estaban llenas de gente, y se olía en el ambiente un hedor a taberna. Analía se encontraba con un grupito de personas rezando el rosario al aire libre. Cuando nos vio, nos invitó a rezar con ellos, convite que tendí a rechazar, pero que los hermanos Blanchard aceptaron de buena gana, tomando asiento con las manos cruzadas y los ojos cerrados. No podía creer que estuviéramos perdiendo el tiempo en rezar, pero me dediqué a observar los árboles y los pajaritos. Vi uno completamente amarillo, del tamaño de un gorrión, pero más flaco. También una rapaz pequeña que podría haber sido un cernícalo.
Cuando finalmente terminaron de orar, Analía nos dio unas sencillísimas instrucciones para llegar a la carretera. Según dijo, volver a la entrada del Parque Nacional Soberanía nos tomaría unas 6 horas, en cambio, en llegar a la carretera más cercana, a buen paso, tardaríamos 3 horas. Se trataba de seguir el sendero, que subiría hasta unos 500 metros de altura, cumbre desde la cual veríamos la autopista, para luego bajar hasta la misma. Tras comer dos sándwiches de pollo cada uno, retomamos el camino.
El ascenso fue más sencillo de lo que esperábamos, y antes de las 8 de la mañana alcanzamos la cumbre. La vista impresionante me dejó maravillado, por lo que iba a sacar mi cámara fotográfica para hacer algunas capturas. Terencio me increpó diciendo que no podíamos perder el tiempo en fotografías. Le respondí que acaso sí podíamos perderlo en rezar, motivo por el que se ofuscaron, disponiéndose a caminar sin mí. Tuve que seguirlos a la carrera. La carretera se veía desde lejos y me decidí a pedirles disculpas, asegurando que nunca quise ofenderlos en su moral cristiana. No sé si me disculparon, pero en todo caso no quisieron seguir conversando. Seguimos caminando en silencio.
Ya se escuchaba el alboroto de la autopista cuando, sin previo aviso, aparecieron entre los árboles dos hombres de gran altura, cada uno con gafas oscuras, apuntándonos con sendas armas de fuego. Adelardio y Terencio, en una actitud que nunca imaginé, apuntáronme con sus dedos índice, pero fueron reducidos rápidamente, puestos de cara en el suelo y esposados con sus manos en la espalda. Luego los hombres hicieron lo mismo conmigo. Se escuchó el sonido de un helicóptero, que se iba acercando cada vez más. Los hombres revisaron las mochilas de los hermanos Blanchard, mientras ellos acusaban que yo tenía la droga.
Desesperado o impresionado o francamente espantado grité algo así como "¿¿KHÉEE KHÉEE KHÉEEE??" cuando empezaron a revisar mi mochila -donde portaba sólo mi cámara fotográfica, mi shore pass y la credencial de la CoNChiPAs- y encontraron una bolsa transparente, con un puñado de no sé qué dentro de ella. El helicóptero quedó suspendido a unos 10 metros sobre nosotros. Nos pusieron rápidamente unos arneses de seguridad para elevarnos hasta la nave en cosa de segundos.
El primer viaje en helicóptero de mi vida, en las peores circunstancias imaginables. Viajamos durante cerca de una hora hasta la Ciudad de Panamá. En el camino, Terencio me decía:
Ahora mejor te vas preparando porque te van a pasar a la policía militar. De la militar te pasan a la DEA (agencia antinarcóticos estadounidense) y ahí te extraditan a California. Son por lo menos 10 años por la media libra de cocaína que llevabas. ¿Acaso creías que te invitaron al aguardiente porque querían ser tus amigos? Todos pagamos las consecuencias de nuestros actos, vivimos presos de nuestras decisiones.
Adelardio también locucionaba en medio del ruido infernal del helicóptero:
Esta policía no tiene ninguna legitimidad aquí en la Panamá, son unos corruptos, vendidos, empleados de la policía gringa, no sirven para nada. Cuando yo trabajaba con el Patrón esto no pasaba, se andaban cagados de miedo, metíamos toneladas de cocaína por mar hasta Colón y de ahí por tierra hasta los estados unidos, íbamos dejando paquetes de 10, 15 gramos en los puestos de control de la policía y pasábamos con una sonrisa en la cara, pero con estos gringos no se puede negociar, mira, si ni siquiera hablan el idioma.
El piloto del helicóptero efectivamente recibía órdenes en inglés a través del radio, idioma que usaba además para comunicarse con su copiloto, y con los efectivos que nos habían reducido.
En cuanto llegamos a la Ciudad de Panamá fui separado de los hermanos Blanchard. Conducido a una celda sin que se me dijera nada, intenté poner en orden mis pensamientos, pero el gris atontante de las paredes no me dejaba pensar en nada más que en pasar una larga temporada encerrado. Tenía la sensación de que iba a estar ahí para siempre. Me sentía tan confundido que ni para llorar tenía ánimos. Todo había sido muy rápido, confuso, en cuerto modo incomprensible. Al rato aparecieron dos hombres vestidos de civil, con armas de fuego al cinto, que me llevaron hasta una oficina.
Otro hombre apareció por una puerta y me saludó cordialmente. La situación se presentaba demasiado similar a la de Puerto Cabello, con el calor sofocante y las paredes oscuras. Se presentó como comisario de no sé qué sección de antinarcóticos. Me costaba entender sus palabras, me encontraba muy confundido, tenía dificultades para respirar con calma. Me explicó que los hermanos López eran delincuentes, ex-guerrilleros, antiguos empleados de alto nivel de las mafias colombianas de narcotraficantes. Se rió de buena gana cuando le pregunté si los López eran los mismos que los Blanchard. Siempre usan nombres diferentes., me dijo, pero se llaman Claudio y Pablo.
El comisario dijo que gracias a mí habían logrado detener a estos dos bandidos. Que los estaban buscando hace un tiempo, ya al tanto del timo en el que cargaban con droga a un extranjero para internarla en la ciudad de Colón. La droga, que venía de Colombia y era escondida en la selva. Entonces, le dije, yo no soy culpable, ¿verdad? Usted entiende que yo no soy culpable, le dije. Respondió afirmativamente. Me dijo que otros extranjeros habían pasado temporadas en la cárcel por culpa de estos traficantes, pero que yo no tenía de qué preocuparme. Que me llevarían a mi hotel una vez finalizado el interrogatorio donde debía dar cuenta de cada detalle de lo que había pasado. Le aclaré que no alojaba en ningún hotel sino en un buque, a lo que respondió que mi "shore pass" sólo me permitía permanecer en la ciudad de Colón, por lo que había cometido un ilícito, pero que lo dejaría pasar por mi aporte en la captura de los delincuentes. El interrogatorio comenzaría en los siguientes minutos, pero me pidió una primicia, me preguntó: ¿a usted también lo asustaron con el puma?
La ronda de preguntas y respuestas duró algo así como dos horas. Tuve que relatar con todo detalle cada instante que había compartido con los Blanchard, o con los López. Estuve hablando sin parar y al terminar me largué en un llanto imparable. Lleno de mocos y con la cara roja e irritada, sin ofrecerme agua ni comida, sólo papel para sonarme, me llevaron a un vehículo negro que tomó una autopista para dirigirse a Bahía Las Minas. Dos policía ingresaron conmigo al Guayacán, bajo la mirada estupefacta de los tripulantes en el portalón.
En la cabina del capitán, y en compañía del primer piloto y del jefe de máquinas, los policías relataron lo sucedido a los oficiales, asegurándoles que yo no había tenido responsabilidad alguna. El capitán se limitaba a negar con la cabeza, mirándome de reojo con rabia y odio. El primer piloto y el jefe de máquinas sonreían, hasta reían, mirándome pícaros, impresionados de mi mala suerte. Finalmente los policías se fueron y el capitán me ordenó volver a mis labores.
Al día siguiente, justo después de zarpar hacía los estados unidos, un grupo de tripulantes me condujo casi a la fuerza al salón de estar para que les relatara lo sucedido, cosa que hice, aunque sin demasiados detalles. Cuando me estaban haciendo preguntas, la voz del capitán sonó en los altoparlantes citándome con urgencia a su cabina. Al llegar, me increpó:
En mis treinta años de experiencia a bordo, nunca, NUNCA había visto a alguien meterse en los problemas en los que se ha metido usted. Es evidente que no sirve para trabajar en la marina mercante. Me puse en contacto con la compañía, y enviarán su relevo a la ciudad de Nueva Orleans, donde llegaremos dentro de siete días. Prepare sus cosas y deje su cabina lista para recibir a su relevo. Puede retirarse.
En fin, me dije, todo lo que principia ha de concluir, y de todas maneras alcanzaría a conocer Nueva Orleans. Cuando me disponía nuevamente a trabajar, llegó Darkson con su teléfono móvil a mostrarme un artículo publicado en el periódico Las Últimas Noticias. Leí:
Panamá: cae banda de "los ornitólogos"
(UPI) La policía panameña, en coordinación con la Agencia Antinarcóticos Estadounidense (DEA por sus siglas en inglés), detuvo el día de ayer a un peligroso grupo de narcotraficantes que se dedicaban a timar turistas en la ciudad de Colón.
El curioso apodo con el que la prensa local bautizó a los maleantes se debe a que éstos buscaban extrajeros con afición por el "birding" (observación de aves), actividad muy común entre los turistas europeos en centroamérica.
El timo se realizaba en dependencias del Parque Nacional Soberanía, a unos 50 kilómetros de la ciudad de Colón, donde los turistas eran "cargados" con cocaína proveniente por vía marítima desde Colombia. Luego, los maleantes llevaban al turista de vuelta a la ciudad, ligar en el que retiraban la cocaína, muchas veces sin que el viajero lo notara.
La policía descubrió a la banda tras dos redadas en el barrio de Cutibá. En ambas ocasiones, una pareja de hermanos acusaba a un extranjero de tener droga en su poder, quedando éstos libres y el turista detenido. La policía comenzó a sospechar, descubriendo que la banda utilizaba una casa de reposo de la comunidad cristiana para almacenar la droga en medio de la selva.
Un chileno de iniciales R.C.A fue timado por la banda, bajo la estricta vigilancia de la policía, quienes detuvieron también a 7 panameños y 4 colombianos en la casa de reposo, llamada "Tabernáculo Bioceánico", dejando al compatriota en libertad.
El vínculo con la guerrilla colombiana quedó al descubierto cuando uno de los hermanos declaró en el control de detención que el Ejército de Liberación Nacional seguiría en la lucha, y si era necesario seguiría financiándose con la droga que consumen los turistas estadounidenses en Panamá.
lunes, 9 de enero de 2017
Educación de Mercado
Educación de Mercado fue una intervención artistica del Colectivo Arbol 5
Realizada clandestinamente y sin autorización en
el Auditorio José Carrasco del Instituto de Comunicación e Imagen del Icei.
En septiembre del año 2009
Consistió en la instalación de un pupitre y una mesa sustraídos de la facultad de Ciencias Sociales
Enfrentando a un carro de supermercado sustraído a su vez de una cadena a la que no le haremos publicidad ( a menos que decidan enviar un maletín con billetes no seriados a la dirección Ruta I-50 (Camino el Árbol) km.8, Marchihue, VI Región.)
La instalación fue realizada minutos antes de una clase magistral del profesor Carlos Ossandon, quien se mostró desconcertado al contemplar la materialidad de la obra, obligandole a la lectura simultanea de las obras Le Partage du sensible, Rancière Jacques La Fabrique, 2000 y El negocio de las universidades en Chile, MOM, Random House Mondadori (2007)
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