lunes, 18 de noviembre de 2013

1922. El llamado grupo Montparnasse viene llegando de París y trae consigo tal vez lo último de la cultura europea. Necesitaban París: en las escuelas de arte de Santiago se aspiraba siempre al “viejo mundo”, se hablaba de Monet y Renuá pero veían sólo reproducciones, conocían esa pintura a través del texto, de la palabra escrita: un par de años recorriendo museos para entender qué cosa estaban estudiando, qué cosa querían imitar. Entonces llegan a Santiago y son lo más moderno y docto que hay en el altísimo mundo de la  aristocracia ilustrada. Julio y Manuel Ortiz, hijos de una distinguida familia de la hidalguía criolla; Ana Cortés, hija de francesa, después de varios y costosos viajes a Europa; Camilo Mori, que también llega a Francia como algo absolutamente normal para un artista, como que no quiere la cosa. Así que los hijos de la hidalguía traen a Santiago lo más novedoso del inteligentísimo mundo de la cultura europea. Vienen con nuevas técnicas y se instalan como directores de museos, asegurando que ahora la pintura no tiene por qué disputarle el arte a la fotografía: ahora el artista se expresa en otro nivel, la pintura es en sí misma y al parecer no tiene por qué contar una historia ni señalar necesariamente un sentimiento ni responderle nada a la literatura, una impresión y ya está. Vienen llegando con sus pinturas mientras la Federación Obrera de Chile recibía un duro golpe en la Matanza de la Coruña, mientras Marmaduque Grove prepara el Ruido de Sables e instala la Primera República Socialista de Chile, mientras el mundo entero busca una solución –provisoria- y se discute con guerras la conformación de una sociedad mejor o el mejoramiento –tal vez esa sea la promesa- de la ya existente. O sea que llegan de Europa mostrándose como los más novedosos en cuanto a técnica y teoría pictórica y se instalan en el Museo Nacional de Bellas Artes a mostrar y promover obras cuya teoría explicita que no tienen por qué responderle nada a la política, ni al movimiento obrero ni a los altos funcionarios de la administración capitalista; llegan desde Europa creyéndose todos los cuentos: que América fue descubierta y no invadida, que la cultura europea servirá a la chilenidad más que cualquier expresión artística (o artesanal) del bajo pueblo o del pueblo mapuche o del pueblo aymara. Mientras Manuel Rojas colaboraba con La Protesta de Buenos Aires y La Batalla de Santiago (ambas publicaciones anarquistas), mientras Allende alcanzaba la vicepresidencia de la FECH y fundaba el Partido Socialista, mientras Gabriela Mistral le canta a los piececitos de niño, azulados de frío, cómo os ven y no os cubren. El grupo Montparnasse viene llegando de Europa a alardear con que no tienen por qué responderle nada a la Guerra de Arauco ni a la Matanza del Seguro Obrero ni a la de la Escuela Santa María. Vienen llegando a decir que la pintura está más allá y funciona aparte de cualquier otra expresión artística. ¡Que se encierren en sus museos entonces! ¡Que vendan sus cuadros en las mansiones se construían allá por Avenida Macul y que 40 años después abandonaron para irse a Lo Barnechea y que luego dejaron para llegar a Chicureo! ¡Que hagan circular su arte entre el Museo de Bellas Artes y el Teatro Municipal! Afuera de sus museos siempre hubo un mundo mucho más amplio, conformado por mucha, mucha más gente, a la que –no lo neguemos- también le gustaría acceder a sus obras, pero que está obligada a sobrevivir al día a día de la rutina del trabajo remunerado (espacio en el que los exponentes del grupo Montparnasse jamás necesitaron integrarse) y que tiene muchas cosas que decir respecto a lo que sí está pasando en el mundo y en la organización de las cosas, en general.

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