lunes, 7 de octubre de 2013

Anas cyanoptera

Esta historia se la cuento a todos los que me preguntan por qué chucha me metí a estudiar filosofía. En general esa pregunta va a acompañada de un requerimiento por la funcionalidad del oficio o por su contrario carácter burgués; digamos: por las dos maneras como desde fuera se ve a los filósofos: como cuicos culiaos que dedican su tiempo al pensamiento del ser o como intelectuales-investigadores-docentes universitarios de alto estándar en camino a la cima académica coronada por los posdoctorados en Alemania y libros publicados por la editorial de la Universidad. Yo, en realidad, no sé qué es la filosofía, apenas si he leído unos pocos clásicos (demasiado pocos), pero de lo que tengo certeza es de que no sirve para nada. Nadie se va a salvar de una enfermedad por leer a Kant ni jamás la lectura de los griegos ayudó a alguien a ser mejor persona. Por el contrario, el camino de la filosofía está repleto de sujetos pedantes, de patinadores de hielo, de maestros en el arte de las zancadillas, de operadores políticos, de nazis, de concertacionistas, de timoratos, fofos y misóginos.

Uno de esos sujetos fue el profesor de filosofía del Colegio Nacional, que se encargó precisamente de que los alumnos del tercero medio de 2002 y cuarto medio de 2003 no tuviéramos ninguna formación filosófica.

Ricardo de Niquel, treinta y cinco años aproximados, flaco con guata (¿se entiende esto? No es una paradoja), nariz de ofensivo tamaño, halitosis, voz de pito, sonrisa nerviosa, licenciado en filosofía por la Academia Cristiana de Artes Liberales y en psicología por la Universidad Tomás de Aquino, era alcohólico. En eso reside todo su mal. Y de ello se deriva su forma de vida: la mentira. Cabe decir en este momento que esta entrada pretende hacer público todo mi resentimiento contra el sujeto que limitó mis lecturas de Nietzsche a la espera de un pato, en mis años de mayor fertilidad.

De Niquel se presentó en nuestra sala que daba a San Diego los primeros meses de 2002 y dio curso a sus clases sobre psicología. Hasta ahí todo bien, salvo porque queríamos estudiar filosofía. Además, ni siquiera es que sus clases fueran sobre el alma (ψυχή o psyjé) sino que sobre paradigmas de la psicología moderna. Algo así como la suma de las páginas de Wikipedia de Freud y Jung. Ya, ahí buena onda, vacilando el superyó en los recreos, picándonos a neuróticos, buscando arquetipos.

Hacia la décima clase, aproximadamente, nos sorprendió a todos con las singulares instrucciones para un trabajo que duraría los seis trimestres, es decir, los dos años 2002 y 2003, y que sería evaluado constantemente. El trabajo consistía en criar un pato recién nacido para desarrollar nuestro "sentido de paternidad". Una locura, por donde se le viera. ¿Cómo es posible comparar la crianza de una mascota, en particular un ave Anatidae, con la de un ser humano? Después, ¿qué chucha es eso del sentido de paternidad en el ramo de filosofía?, ¿Dónde está Sócrates o Rousseau? Marx, por favor. Luego, ¿cómo iba a ser posible que cada uno de los 50 alumnos del curso tuviera las condiciones domésticas para criar un pato? O, lo mismo pero de otra forma: Si nuestra dedicación era estudiar la enseñanza media y en eso se nos iban todas las mañanas de nuestra edad, ¿cómo íbamos a alimentar el pretendido pato, a procurarle agua y abrigo, a criarlo en fin? ¿Acaso habría que portar el ave al colegio cada desgraciado día? ¡Objeción de conciencia! gritamos el canuto y yo, pero a todos los demás estultos les pareció genial idea. No pensaban en nada o quizás les resultaba gracioso reprobar el ramo por la inanición del mentado animal.

El cuento es que los 50 patos nos los vendería el mismo Ricardo de Niquel, a dos mil pesos cada uno. Así que teníamos que llevar el dinero la semana siguiente, junto con una caja, ojalá más grande que una de zapatos, con orificios y comida. Llegamos, le pasamos el dinero reunido: 100 mil pesos, en total. Y Niquel dijo que los patos llegarían en camión al final de la clase. Por supuesto, no llegaron. Niquel se fue con el dinero y nosotros nos quedamos con las cajas y el alpiste o maravillas, ni siquiera recuerdo qué comen esos pobres.

La semana siguiente no llegó Niquel ni los patos. Y, así, cada semana.

En la inspectoría (donde, efectivamente y con frecuencia, nos inspeccionaban para ver si teníamos mariguana o puñales) nos dijeron que Niquel había tenido un accidente y que presentó una licencia médica por tres meses, de modo que nos conseguirían un profesor reemplazante, el cual, como los patos, tampoco llegó. No nos dieron detalles sobre el accidente, sólo que había quedado en silla de ruedas. Pero el Olafo iba caminando por Carmen con el Careaplauso el fin de semana y se toparon frente a frente con Niquel, quien por cierto no estaba sobre una silla de ruedas sino con toda la salud de un viandante. ¿Quihubo profe, cómo van los patos? Pero Niquel no quitó la mirada del piso, puso voz de gringo y les dijo a los cabros: me confunden con otro persona. Un mes después, más o menos, esta vez el Pardo lo vio en el San Borja y se salvó de que le hiciera la desconocida: Niquel le dijo que iba a llevar los patos en cuanto se repusiera de su enfermedad, la cual tampoco especificó, y que por supuesto no se iba a quedar con nuestro dinero. Consta que Pardo nos contó que además de oler a caca de gato la boca de Niquel expelía un evidente hálito alcohólico. Parece que el charlatán vivía en el centro o ahí pasaba sus tardes, porque varias veces compañeros se lo encontraban y a cada uno de contaba un cuento distinto. Al Party le dijo que se cayó en bici del cerro San Cristóbal, al Cuchillo que le habían robado los patos de la casa de su mamá en El Bosque, al profe de Química le dijo que su señora lo había echado de la casa, pero todos los profesores sabían que Niquel no tenía señora. Se decía que vivía con la mamá. El Arcaico se lo topó en una fuente de soda donde vio al susodicho hecho mierda con un vino bigoteado. No pudo hacerse el gil. Esta fue la historia más delirante que contó, según él la verdadera, asumiendo que el resto de los relatos eran ficción. Dijo que un día llegó a su casa, que en realidad es la casa de su vieja, en el 35 de Santa Rosa, y que estaba un poco puesto, que necesitaba bajonear y lo único que había era huevos. Pero también tenía sed así que puso a hervir agua en el calentador eléctrico. Niquel tomó dos huevos y, pensando en la pintura de uñas de la vecina, los partió y los metió al hervidor. Éste hizo explosión y comenzó un pequeño incendio en la cocina, que luego fue sofocado por la madre de Niquel con la manguera del patio. Luego del incidente, la madre habría golpeado a Niquel con la misma manguera y lo habría intentado estrangular, pero finalmente se habría arrepentido y la licencia médica que Niquel tenía era por problemas siquiátricos. ¿Y los patos? le preguntó el Arcaico. ¿Qué patos? respondió Niquel.

De este modo, a Platón yo lo vine a conocer en la Escuela de Lobotomía, antes de entrar a la Facultad de Letras. Lo mismo Heráclito, Parménides, Pitágoras, Anaximandro, Aristóteles, Averroes, Tomás, Maquiavelo, Hobbes, Locke, Hume, Leibniz, Hegel, Feuerbach, Peirce, Wittgenstein, Heidegger, Unamuno, Sartre, Foucault, Deleuze, Dussel, Zizek, y tal. Jamás crié un pato ni desarrollé mi masculinidad. Cuando leo que un compadre ha bebido más litros que páginas ha leído me da un poco de pena, porque pienso en los perjudicados por ese falso romanticismo.

A Niquel lo vi la semana pasada con un overol naranjo y audífonos en los oídos, caminando por Fray Camilo Henríquez. Llevaba La Cuarta bajo el brazo, tenía más guata y la nariz más roja. Igualmente ofensiva en su tamaño. Prescindí de saludarlo. Su deuda no son las páginas ni el dinero, sino la pérdida de tiempo que nos infligió en espera de unos patos que nunca existieron.

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