domingo, 12 de octubre de 2025

Narrativa: La ladrona de anécdotas

 En la facultad, había muchos que soñaban con una carrera literaria. Algunos, desde las comunicaciones, pensando en realizar investigaciones que, por ejemplo, develaran grandes secretos de los grupos económicos. O había otros que, desde la ficción, inventaban historias creíbles o disparatadas, según cada cual. Pero había otro género, en el que nunca pensé que me vería involucrado: la narrativa. ¿Qué es la narrativa?

Esa palabra resonó en mí mucho más adelante. En la facultad, yo no la conocía. Cuento, novela, ficción, no-ficción, poesía, crónica, reportaje, biografía, bitácora, fábula, poema épico, ¡tantas cosas!, ¿pero “narrativa”?

Recuerdo que pertenecíamos todos a un gran grupo de amigos. O, por lo menos, eso pensaba yo. Quince años después, me doy cuenta que, de ese tremendo montón de amigos, sólo unos pocos siguen a mi lado. Amigos que adoro, en todo caso, son los grandes amigos y amigas de mi vida. Pero, saliendo de la facultad, la gran mayoría siguió cada uno por su lado. De entre ese tremendo grupo, hubo una persona que decidió separarse de algunos de nosotros un poco antes, pero de una forma que dejó mucho rencor, en muchos de nosotros. Se llamaba Roxana Retamal. Vivía en una calle llamada Comediante Durresti (antigua Sao Paulo) esquina Lo Marcoleta, cerca del Parque La Ladera.

Hay cosas que recuerdo de ella con mucha simpatía. Por ejemplo, que sus actuales y ex parejas podían perfectamente convivir en el espacio social, con ella presente. Todo dentro de este gran grupo de “amigos”. Hubo una época en que me sentí especialmente cercano a ella, conversábamos durante muchas horas a través del chat de Gmail, nos emborrachábamos juntos, e incluso en una oportunidad fuimos de vacaciones juntos, yo (hombre) y ella (mujer), dormimos en una hostal de habitaciones compartidas y disfrutamos de la ciudad, de sus bares, paseamos en kayak, etc. Para mí, fue un momento súper lindo, y lo voy a recordar por siempre con mucho cariño.

Poco antes de terminar los años en la facultad, Roxana empezó a decir que ella iba a ser escritora. Entonces se inscribió, primero, en algún taller de escritura creativa, luego en otro, y otro más. Recuerdo una oportunidad en que yo estaba de cumpleaños, y había convocado a una veintena de amigos en un pub. Entonces Roxana llegó con una amiga recién conocida de sus talleres de escritura. Se llamaba Priscila Lisonjas, y apenas saludarla me contó que era escritora. “Ohh, qué genial. ¿Y qué has publicado?”. “Nooo”, respondió, “todavía no publico nada”. (A los pocos años, eso sí, publicó, y sus libros fueron un éxito. Terminó viviendo en la capital del colonialismo cultural (no recuerdo ahora si Barcelona o Berlín), y dedicada a esta literatura sencilla y conflictiva a la que llaman narrativa).

En fin, que un día Roxana nos cuenta que envió un relato a un concurso de alcance nacional, y que le habían otorgado el premio. Por supuesto, todos la felicitamos. Muchos queríamos leer el cuento, pero no era tan fácil. Estaba recién empezando a encenderse esa maquinaria. El cuento fue publicado a los pocos meses dentro de una colección, junto con otros 6 o 7 cuentos, llamada “Principados”. Era una editorial y una tirada pequeña, pero gracias al premio ya ganado, tuvo mucho éxito. Yo, un poco perplejo, porque aunque teníamos muchos temas de conversación con Roxana, acerca de este cuento o de esta publicación nunca me quiso revelar nada. Tampoco yo le preguntaba, sino que el tema quedaba por fuera de nuestro ámbito de amistad. Vaya uno a saber por qué, pensaba.

Dentro del “grupo de amigos” empezó a correrse la voz de que el libro era muy entretenido, todos querían leerlo. Obviamente, para apoyar a la amiga, lo mejor que uno podía hacer era comprarlo. Y algunas personas que ya lo habían comprado, empezaron a comentarme que había un personaje que “se parecía mucho” a mí. Yo, con una sonrisa en la cara, pensaba “wow, ¿de qué habrá escrito?”. Hasta que poco tiempo después, casualmente en la comuna de Viña del Mar, adquirí un ejemplar de Principados. Lo leí a bordo de un bus, camino a Santiago.

Lo primero que me sorprendió, fue el lugar donde ocurrían los eventos que se relataban. Mencionaba, sin dar ninguna explicación al lector, los nombres propios que tenían los distintos espacios del campus que alojaba a la facultad donde estudiábamos. Por ejemplo, decía que algo sucedía frente al “Kiosko de Ciencias”, pero en ninguna parte explicaba que los personajes estaban dentro de una facultad universitaria. Yo, que conocía ese “Kiosko de Ciencias”, y que conocía también el sector de “los arbolitos” dentro del campus, entendía de qué estaba hablando. Pero me costaba imaginar cómo alguien que no conociera esos lugares pudiese aproximarse al relato. ¿Para quién estaba escrito? ¿Para la chiquillada? ¿Para nuestro grupo de amigos? ¿Cómo podía haberse ganado un premio de carácter nacional?

Por supuesto, tenía que seguir leyendo. Poco más adelante encontré el cuento homónimo. Era una triste anécdota, de aquellas que casi de vergüenza relatar, pero que por algún motivo, muchas personas, dentro y fuera del grupo de “amigos” de la facultad, ya conocían. La protagonizaba otra compañera. Por supuesto, no entraré en detalles. Mientras leía, no podía entender cómo Roxana podría volver a mirarle la cara a esta chica, cuya triste anécdota ya había sido noticia, como dije, dentro y fuera del grupo de amigos, incluyendo, por ejemplo, al personal de la universidad -parte de la planta académica sin duda se habría enterado alguna vez de esta, como digo, triste y lamentable anécdota. Y ahora Roxana tenía la osadía, la deslealtad, de contárselo a todo el mundo. De ganarse un premio literario contando esta anécdota, para que todo Chile lo lea.

Pasmado, seguí adelante con la lectura, y llegué al cuento donde un personaje “se parecía mucho” a mí. Ya han pasado hartos años, y ese cuento nunca lo he vuelto a leer. Había un personaje que indudablemente me retrataba a mí. Pero no protagonizaba el cuento. El cuento era protagonizado por un personaje femenino, y estaba basado en quien, en aquella época, era mi pareja. Incluso, utilizaba su nombre. Decía su nombre tres o cuatro veces, y la hacía ver como a una persona imbécil y descontrolada. La anécdota, que en este caso era ficticia, tenía que ver con que ella se azotaba la cabeza contra una pared, o algo similar. ¿Cómo podría yo decirle ahora a mi pareja, oye, mira, mi amiga Roxana escribió un libro, leámoslo? ¿Tendría que obviar el tema, que ojalá la flaca nunca se entere de que la Roxana escribió esto? (La verdad, en esa época estábamos terminando, cosa que nos tomó más tiempo de lo razonable, como a muchas parejas. A veces pienso que tal vez, en algún momento, antes o después de dejar de vernos, ella leyó este “relato”, y pensó que yo era de alguna forma “cómplice” en esta aventura infame de retratarla como a una estúpida).

Todavía leí otro cuento más. Me entretuvo, pero cuando la acción tenía que desencadenarse, de pronto, aparecía el punto final.

A partir de ahí empezamos a vernos menos con Roxana, pero, al menos por mi parte, mi amistad con ella no estaba rota. Dejamos de chatear tanto, sí. Pero, un día me pidió que la ayudara con una sesión de fotos. Fuimos al parque La Ladera, y ella posó, con los brazos colgando y la boca entreabierta. Dijo que así le habían pedido posar para otras fotos que le habían sacado, ahora que era escritora. En eso le comenté que había leído el libro. Íbamos bajando por la ladera, y no noté en ella ninguna reacción. Le pregunté por el cuento con el punto final abrupto, y me dijo muy tranquilamente que ese cuento lo había publicado incompleto. “¿Cómo? ¿Por qué incompleto?”. “Es que no alcancé a escribir el final”. Me pareció una respuesta tan extraña, que no repliqué nada. Nos fuimos en silencio hasta su casa. Sí noté que mi pregunta, y sobre todo la réplica, le había molestado. “¿Por qué incompleto?”. Sí, le molestó tener que explicar por qué el cuento fue publicado incompleto. Es un detalle menor, pero en ese momento sí que sentí un quiebre, sentí que por formular esa pregunta, ella no volvería a confiar en mí.

Todavía volví a ver a Roxana dos veces más. Aunque, en el intertanto, hubo otra situación muy incómoda para todos. Roxana ya estaba forjando una verdadera carrera de escritora, y esa semana muchos se alegraron porque había publicado un relato en una connotada revista de distribución nacional. Ingresé al sitio web, y encontré este relato. Se me hizo absolutamente incomprensible, ya que tenía un sistema de subtitulado que confundía mucho. No contaba ninguna historia, no tenía “principio” ni “final” (no todo tiene por qué ser lineal, ¿cierto?), pero sí exponía de forma infame una serie de intimidades de otro amigo. Intimidades, que hasta donde yo sabía, él no le había contado a nadie, ni le interesaba que nadie las supiera (yo no las conocía). Por supuesto, en la revista, su nombre había sido sustituido por otro, pero cualquier conocido lo reconocería de inmediato en las referencias.

Mi relación con Roxana ya pendía de un hilo. Ella estaba empezando a frecuentar a otra clase de personas. A través de terceros, me enteré que el mencionado amigo del cuento en la revista había decidido encarar a Roxana, y que ella había respondido simplemente que ahora tenía una carrera como escritora, y que podía escribir de lo que se le diera la gana. Y la verdad es que el “cuento” sigue publicado en el sitio web de la revista. Porque puede.

Poco después de eso, me la encontré en una fiesta. La saludé con alegría, pero ella estaba rodeada de otras personas. Igual, al rato, nos pusimos a conversar, y salimos a fumar en la calle, con una lata de cerveza cada uno. Me contó de lo bien que le estaba resultado todo el asunto de ser escritora. Le pregunté por el cuento, en la revista, donde contaba cosas que no debió haber contado (creo que usé más o menos esa fórmula: “cosas que no se deberían escribir” o algo similar). Esta vez sí que reaccionó mal. También, estábamos en algún grado de ebriedad, lo que exalta las pasiones. Pero reaccionó mal. Dijo que no iba a hablar de eso conmigo. Luego entramos de vuelta a la fiesta y no volvimos a hablar. Por ahí, la verdad, también me preguntaba si sería yo demasiado ingenuo, o demasiado sensible. Tal vez lo mejor sería simplemente felicitarla por sus logros y asegurarme un lugar a su lado, pensando en yo también, en algún momento, publicar un libro.

Todavía nos vimos una última vez. Ella me pidió juntarnos, porque tenía algunos libros que devolverme. Aunque, la verdad, ella y yo nunca compartimos muchas lecturas. Nos encontramos en el Parque Forestal, y nos sentamos en una banca que mira al Mapocho. Hablamos de esto y de lo otro, pero ya nada era lo mismo. Los diálogos se me hacían forzados, sentía que estaba hablando con una persona que apenas conocía, con la que ya no tenía nada que ver. Por ejemplo, recuerdo que esa tarde comenzó a preguntarse por qué a todos nos había gustado tanto la música de Jorge Drexler en el 2008 si en realidad era tan mala. Yo no entendía de qué estaba hablando. Luego tarareó Todo se transforma con un tono burlesco. No tuve ninguna reacción frente a eso. Ahí me di cuenta que yo ya no sabía quién era ella.

Al tiempo se fue a estudiar al extranjero y publicó más libros. Noté, sin querer, que sus libros están clasificados como “narrativa”, no como “ficción”. Y claro, en internet, encontré que la narrativa es “el arte de contar historias, que pueden ser reales o ficticias, a través de una secuencia de eventos”. ¿Ven? Es arte. Lo que hace Roxana, entonces, es arte, es “narrativa”. Y le va bien, supongo, porque en la “narrativa” no hay conflictos éticos: se trata de escribir un texto que se venda, y de encontrar quiénes lo compren, sin importar si lo relatado son los aciertos o desaciertos de una persona que exista en la vida real, y que pueda sentirse ofendida de ver sus anécdotas, o sus intimidades, en un contexto público, relatadas con tales o cuáles énfasis, poniendo las tildes en tales o cuáles temas.

Nunca le pregunté por el “cuento” donde relataba las calumnias contra mi pareja. Pero creo que tal vez ella haya decidido alejarse de mí, para evitar que yo algún día tenga el valor de hablarle de ese tema (lo que, en todo caso, sería humillante para mí, no para ella).

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