Lo decidí, cabres.
Ustedes se acordarán, el gordo iba manejando el carro de su taita casi sin embrague, por el antiguo camino del Inka, a la altura de San Francisco de Mostazal. La Mora llevaba su cámara en ristre y usaba un polerón verde bordado, con el que sueño a menudo. El mono iba adelante y usamos su micrófono tascam para grabar unos poemas. Se me ocurrió leer Los Neochilenos, pero entonces teníamos atenuada la sensibilidad feminista a que nos empuja la realidad, y lo celebramos, yo diría que el gordo se emocionó pensando en Pancho Ferri, en el jazz obrero de un Valparaíso lumpenproletarizado. El mono había sido papá hace poco y entonces los años eran otra cosa, como un cuentakilómetros o una partida de ajedrez. Todo nos remitía a la máquina, al auto, al motor, o sea, al movimiento.
Ahí lo decidí, cabres.
Fue en ese momento, yo no sabía que íbamos a perder esas grabaciones, pero de lo muerto dolorosamente es mejor hablar en soledad.
Era La universidad desconocida, pero también los poemas de juventud. Estaba todo contenido en ese viaje. Bolaño, la métrica, el calor del pavimento, la sierra del poniente a la que llamamos cordillera de la costa, Marchigüe (¡diez veces venceremos!), pikunche, las flores, el vino y el arrojo, que es lo contrario de la certeza, es la caída de Altazor pero sin lenguaje. No sé ustedes, cabres, pero para mí ése fue el momento.
Quizás no haya sido una decisión sino un llamado.
Ahora voy empujando el pedal acelerador nuevamente, curvas al sur, por todo lo que sea camino costero. Eché una selección de mis libros, y no traje mucha plata.
No traje el Tarot ni mi mate, mucho menos el celular o el computador. Escribo esta carta en mi cabeza mientras la recito como si fuera un dictado de la conciencia, como si un órgano oculto de mi cuerpo secretara la más saludable de las cocaínas. Los amo, cabres, porque esa vez fuimos uno, aunque hacia afuera todo haya sido pinos y eucaliptos. Fuimos uno y todo, cada une de nosotres. Había cuarzo en la superficie del suelo y nuestro hogar existía, resultó ser una casa derruida, estancos sus marcos sin vidrio y la presencia de un horno que haría las veces de escritorio o dormidero. Chillán del treintainueve, Valdivia sesenta, Allende y el setentaiuno, año ochentaicinco o veintisiete efe. Todos los carámbanos ardiendo en las vigas de esa casa, toda la historia de la poesía chilena en los marcos herrumbrosos de nuestra sede.
Luego dio lo mismo el futuro, el mañana, la mentira. Así como el pasado no significó más que un espectro cuya viscosidad derrite el alma cuando se está débil ante las tumbas de la voluntad.
Nuestra risa y nuestro llanto fueron la misma cosa: el carnaval.
Ahora voy acelerando, como les decía, voy yéndome de la casa familiar, de la comuna de La Florida, de la capital metropolitana del gran Santiago. Y no queda nada de lo que se pueda decir que vale la pena. Mucho menos hacia adelante.
Voy solo pero con todos los que amé. Soy un jardín infantil abandonado, una ronda de niñes literalmente perdides. Una comisura abierta hasta lo exangüe. Soy todo lo que no tiene palabra.
Y los amo, cabres, ahora que soy la máquina. Y esto lo entendí leyendo Los Neochilenos de Bolaño cuando el gordo aceleraba en quinta por la cinco sur a la altura de San Vicente de Tagua Tagua, sin opción de retornar, enfrentando la más desoladora de las pasiones, que es el pasmo o la revelación.
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