Quillqapacha es un pueblo que flota entre las nubes, perdido en algún pliegue de los Andes. Nadie sabe con certeza si pertenece a Chile, Argentina, Bolivia o Perú. Tal vez ni siquiera importa. Lo que sí sé, porque lo he visto y vivido, es que ese lugar tiene una magia especial, una que no se puede explicar sin hablar del internet, los influencers y los garrotes.
Todo comenzó hace unos años, cuando un habitante del pueblo subió un video mostrando su vida cotidiana: el pastoreo de llamas, el tejido de ponchos, el cultivo de papas heladas. Era algo tan simple, tan auténtico, que se volvió viral en cuestión de horas. Pronto, otros siguieron su ejemplo, y cada video que salía de Quillqapacha parecía tener un toque mágico que lo hacía irresistible para el mundo virtual. Los algoritmos adoraban al pueblo, y con ellos llegaron los turistas.
Al principio, la gente de Quillqapacha nos recibió con curiosidad y hospitalidad. Nos permitían grabar sus rituales, comer su comida y dormir bajo sus techos de paja. Para ellos, era una oportunidad inesperada de prosperar. Las marcas empezaron a pagarles por promocionar productos en sus videos: desde botas de montaña hasta filtros de agua solar. El dinero fluía como nunca antes, y por un tiempo, todos parecían felices.
Pero el encanto duró poco. Cientos, luego miles de turistas comenzaron a llegar diariamente, ávidos de capturar su propio pedazo de fama. No respetaban los límites: invadían ceremonias sagradas, llenaban las fuentes de basura y convertían los caminos ancestrales en escenarios para sus bailes virales. Los habitantes intentaron mantener la calma, pero el desgaste era evidente. Sus rostros reflejaban cansancio, frustración y algo más profundo, como si estuviéramos profanando algo intocable.
Fue entonces cuando ocurrió la purga. Un día, sin previo aviso, los ancianos lideraron una revuelta. Salieron de sus casas con garrotes y comenzaron a perseguir a los turistas, gritando en su lengua ancestral. Corrimos despavoridos, dejando atrás cámaras, drones y zapatos. Aquella escena fue filmada por algunos hasta el último momento, y las imágenes dieron la vuelta al mundo. En lugar de ahuyentar a los visitantes, esto generó aún más interés. Todos querían saber qué había pasado en Quillqapacha.
Tras semanas de tensión, los ancianos propusieron un pacto. Permitirían que los turistas visitaran el pueblo, pero solo una vez al año, durante siete días. El último día, el domingo, echarían a todos a golpes. Así nació una nueva tradición, una que combinaba la antigua sabiduría andina con el frenesí moderno de la viralización.
Hoy, Quillqapacha recibe cientos de visitantes cada año, incluyéndome a mí. Llegamos con nuestras cámaras listas, nuestros mejores outfits y una sonrisa en el rostro, sabiendo exactamente lo que nos espera. Participamos voluntariamente en esta locura, filmando cada momento: los paisajes mágicos, los rituales ancestrales y, por supuesto, la gran purga final. Cuando los ancianos aparecen con sus garrotes, no huimos; al contrario, levantamos nuestros teléfonos mientras corremos hacia el desierto, riendo y gritando como si fuera el mejor día de nuestras vidas.
Aunque muchos terminamos con moretones y heridas, nadie parece arrepentirse. De hecho, muchos dicen que ser apaleado en Quillqapacha es la mejor experiencia que han tenido en sus "virtuales vidas". Yo no puedo evitar estar de acuerdo. Mientras escribo estas palabras, camino cojeando junto a una caravana de turistas igualmente golpeados pero eufóricos. Mi tableta está rajada, mi espalda duele y mi cuenta de seguidores acaba de duplicarse. Y aunque sé que volveré el próximo año para recibir otra dosis de garrotazos y gloria, no puedo evitar preguntarme: ¿quién está realmente ganando en este extraño juego entre tradición y tecnología?
Quizás nadie. Quizás todos.